Cualquier proyecto empresarial lleva asociado un riesgo, el riesgo al fracaso, que se acrecienta en un mercado como el actual, extremadamente competitivo, que evoluciona a un ritmo vertiginoso y en el que los ciclos de maduración del producto son cada vez más cortos, lo que obliga a las compañías a mantenerse a la vanguardia en innovación y nuevas tecnologías aplicadas.

Es fácil comprender que este escenario llevado al terreno del emprendimiento agudiza el miedo al fracaso y supone una de las principales barreras de iniciativa emprendedora. Por esta razón en estos últimos años se está trabajando insistentemente en concienciar a la sociedad sobre la importancia relativa del fracaso haciendo hincapié en su vertiente positiva, que la tiene.

Esta labor está siendo crucial en países como España, donde siempre ha existido una importante estigmatización social, además de la económica, del fracaso en todas sus vertientes, a diferencia de, por ejemplo, Silicon Valley, donde mantras como “Fracasa rápido, fracasa con frecuencia” son los más repetidos por los inversores, que valoran positivamente la experiencia adquirida.

Pero esto solo puede ser admisible para el caso de proyectos empresariales bien planteados y para emprendedores capaces. Cometeríamos un grave error si del miedo pasásemos a la banalización e, incluso, a la consideración de un número elevado de fracasos como un objetivo positivo a conseguir. Y esto, en determinados ámbitos, ya está ocurriendo.

Fracasar no es lo deseable; extraer un rédito positivo de un fracaso en forma de experiencia es aceptable; enlazar sucesivos y numerosos fracasos es signo de insensatez. H