Son las nueve, el ritmo ‘house’ atruena en la sala de spinning de Dir Tuset y mientras una decena de mujeres -con dispar edad, morfología y entrega- y un regordete varón sudamos la gota gorda para encarrilar una temible jornada electoral, aparece el sutil mensaje en pantalla: «‘Burning’ turrones el día 26». O sea, crimen y castigo, antes de que lo perpetremos. Esperanza de quemar grasas, previa a ingerir el atómico postre. Redención a base de pedaleo antes de que el enésimo exceso navideño se enquiste en forma de inmisericorde michelín de recuerdo.

La dura vida del ‘gim y el ñam’ - ese yin-yan contemporáneo del adicto a la buena mesa y al gimnasio paliativo- viene a ser una balanza más difícil de equilibrar que la del bloque independentista y el unionista. Por cierto, que sobre la bici estática no hay más bandera que el musicón y la gráfica que brinda el imaginario terreno, arriba y abajo, soltando adrenalina. Se agracede esa zona neutral, de tregua verbal, sin tiempo para matracas políticas.

Pero volviendo al asunto del calorímetro, la Navidad es terreno abonado para la ley cósmica de la compensación. Tragar como si se acabara el mundo con la reparadora idea de que todo se puede neutralizar, sea sobre la bici de un gim, trotando como un poseso (y tragando humo) por la Diagonal o dejándose el fuelle en una sesión de 'CrossFit'. Cada polvorón pulverizado cuenta.

Los gimnasios son carne de pecadores. Cierto que acuden muchos cuerpos 10 y apóstoles de la vida sana que no profanan su estómago con grasas ni excesos. También somos muchos los enganchados, casi yonquis, a ese bienestar límbico que te invade tras una potente sesión de 'spinning' o de yoga dinámico. Pero para otros, la cinta de correr es moneda de cambio para purgar la culpabilidad por sucumbir a la gula o la botella de Priorat que se evaporó la noche antes.

Enero es mes punta de matriculaciones contra la mala conciencia posfiestas. Quien lo convierta en mera penitencia no neutralizará ni un canelón...