En el día de descanso de Pau los ciclistas del Deceuninck, el equipo de Philippe Gilbert, reponían fuerzas en un céntrico hotel, un verdadero santuario dedicado a Julian Alaphilippe. Una foto suya presidía la recepción. En una terraza, uno de ellos aprovechaba los instantes de sol para afeitarse las piernas, sin rubor. El resto bloqueaba el internet del establecimiento. Era tarde para disfrutar de series o películas desde el ordenador. Pero también para repasar el libro de ruta de la Vuelta y para que el corredor belga, el que fuera campeón del mundo en el 2012, por supuesto con Alejandro Valverde acompañándolo en el podio, buscase una etapa que se asemejase a las clásicas que tan bien domina. No en vano este año ganó la París-Roubaix. Y la encontró en Bilbao. Para marcarla. O mejor dicho para enmarcarla como su décima victoria en una carrera de tres semanas: seis en la Vuelta, otras tres en el Giro y una en el Tour, recompensada con el jersey amarillo.

Gilbert es de los que cuando se escapa lo hace para ganar. Y eso que ahora es un corredor más temeroso en las bajadas, después del tremendo porrazo que se dio el año pasado en el Tour. Quizá, de lo contrario, tras coronar el alto de Arraiz, un pequeño monte que oxigena Bilbao con unas rampas tremendas, se habría lanzado como un loco buscando la Gran Vía bilbaína y ni siquiera habrían visto su sombra dos chavales de 23 años que lo perseguían con fe, posiblemente conocedores de que ellos eran los alumnos —Fernando Barceló y Álex Aramburu— y Gilbert el maestro.

EUSKADI Y FLANDES / «Jamás había ganado en el País Vasco», repetía Gilbert tras la victoria y comparaba Euskadi con Flandes por la pasión con la que los aficionados viven el ciclismo. Aramburu y Barceló no pudieron hacer otra cosa que dar una palmada en la espalda del belga de 37 años.

Mientras, por detrás solo se movió Superman López con Roglic vigilante. Hoy los esperan en Los Machucos. ¡Qué duro! H