La Cuaresma nos llama a una conversión sincera. Así descubrimos que nuestros caminos muchas veces no son los de Dios: que, por acción o por omisión, nos hemos apartado de él, que nos hemos alejado de su amor, que hemos pecado contra Dios y contra los hermanos. Si nuestra conversión es sincera, sentiremos dolor y arrepentimiento por haber abandonado la casa del padre, nos pondremos en camino para pedir perdón y dejarnos reconciliar con Dios y con su Iglesia en el sacramento de la penitencia, para recuperar la comunión con Dios, con el prójimo y con toda la creación.

El pecado es primordialmente un rechazo de Dios y de su amor. Tanto más y mejor entenderemos el alcance de dicha afirmación cuanto más y mejor comprendamos la grandeza de la bondad y del amor de Dios para con cada uno de nosotros. El pecado es desprecio del amor con que Dios nos creó y nos mantiene en la existencia. El pecado es el amor de sí hasta el desprecio de Dios. Hay quienes no comprenden la malicia del pecado porque son incapaces de mirar a Dios. Cuanto más presente está Dios en el corazón de una persona, más conciencia hay de pecado, es decir de rechazar su amor. Esto lo vemos en la vida de los santos que, cuanto más se acercaban a Dios, más frágiles y débiles se sentían. Y es que Dios es como una luz potente que al entrar en una habitación permite ver lo que en ella se contiene: las cosas de valor y también lo que afea el inmueble. La ausencia de la conciencia de responsabilidad ante nuestras acciones u omisiones y de la culpa subsiguiente son tan peligrosas como la ausencia del dolor cuando se está enfermo. A nadie gusta el dolor, pero gracias a él percibimos que algo no funciona en nuestro organismo. Y por eso vamos al médico que diagnostica, receta y cura. H

*Obispo de Segorbe-Castellón