El miércoles de ceniza hemos comenzado la Cuaresma, tiempo de gracia y misericordia, de conversión y de salvación. Las palabras de Jesús al inicio de su actividad pública: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15), nos acompañarán en el camino cuaresmal hacia la Pascua.

La conversión pide volver nuestra mirada y nuestro corazón a Dios, acogerle en nuestra existencia, vivir con adhesión amorosa a su amor y a sus mandamientos, que son el camino que lleva a la Vida. La conversión pide dejar nuestra autosuficiencia frente a Dios. La Cuaresma es tiempo propicio para recuperar y acrecentar a Dios en nuestra vida y la fe personal en él, la adhesión total de mente y corazón a Dios. Debemos dejar que Dios ocupe el centro en nuestra existencia.

Fe y conversión van íntimamente unidas. Sin adhesión personal a Dios, sin un encuentro personal con Hijo Jesucristo no se dará el necesario cambio de mente y de corazón, ni la consiguiente conversión de nuestros caminos desviados, de nuestros pecados. Cuanto más presente está Dios en el corazón de una persona, más sentido hay para aquello que nos aleja de su amor, más conciencia hay de pecado. Solo así podremos descubrir que en nuestra vida hay acciones u omisiones que nos alejan de Dios, de su amor y del amor al prójimo: esto es el pecado. Pero también en esta situación, Dios nos sigue amando. Como el fuego que, por su propia naturaleza, no puede sino quemar, así Dios no puede dejar de amar. El amor de Dios se transforma en misericordia ante las limitaciones del ser humano, especialmente ante el hombre pecador. Dios es compasivo y misericordios. Es más: Dios sale a nuestro encuentro en su Hijo, Jesús, que nos muestra el rostro compasivo y misericordioso del Padre. H

*Obispo de Segorbe-Castellón