«Grecia ha llegado al límite», dijo la semana pasada Kyriakos Mitsotakis, el conservador primer ministro griego, que, desde que llegó al poder en julio de este año, ha convertido esta frase en su prioridad número uno. Cuando la pronunció, Mitsotakis no se refería a la economía ni al empleo ni a los dictados de Bruselas, que lleva 10 años siendo la que realmente manda en Atenas. Se refería a los refugiados.

Es la principal obsesión de su Gobierno, básicamente porque es la mayor preocupación de los griegos, según varias encuestas. Tiene su razón de ser: los campos de refugiados de las islas griegas, con capacidad para apenas unas 5.000 personas, albergan a 37.000.

El país tiene en total 80.000 refugiados. La Administración está desbordada. Las peticiones de asilo no se procesan y, si lo hacen, tardan años en resolverse. Mientras, las islas griegas -una región ya de por sí afectada por la crisis económica- se convierten en cárceles para los refugiados que las habitan. Los roces entre los autóctonos y los nuevos vecinos se multiplican.

Para resolver este problema, Atenas anunció ayer su medida estrella: cerrar los campos de refugiados de las islas y abrir en su lugar Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE), donde los refugiados entran y quedan encerrados hasta que reciben -o se les deniega- el refugio. En los campos actuales, las personas que los habitan tienen permitido moverse a su antojo, pero en esa posibilidad hay una trampa: los campos de las islas griegas están tan poco preparados que la mayoría de los refugiados no viven dentro sino fuera de sus muros, en campos improvisados de tiendas de campaña insalubres en cuestas o terrenos pantanosos donde se congelan en invierno y padecen inundaciones en otoño. Así durante meses y años que se hacen eternos.

El Gobierno de Atenas anunció también la reubicación en el continente en los próximos meses de 20.000 personas que actualmente residen en las islas griegas.