Cuando se ha cambiado cómo es un país para las mujeres y en definitiva para todos, cuando se ha hecho de la igualdad y la justicia faro vital, no es de extrañar que se usen los superlativos. Eso es lo que hizo Ruth Bader Ginsburg, primero desde las aulas y la abogacía y luego desde los tribunales, incluyendo 27 años como magistrada del Supremo de EEUU. Y por eso desde su muerte el viernes el país llora la desaparición de un «icono feminista», una «gigante progresista», una «pionera», «la gran igualadora», «titán» y «heroína». Y aunque su fallecimiento abre una oscura guerra política, su legado brilla.

En la memoria está tatuado el estatus de icono popular que alcanzó ya octogenaria, cuando una estudiante de derecho la bautizó Notorious RBG . Aquel apodo llegó después de que Ginsburg emitiera en el 2013 uno de sus famosos disensos en el alto tribunal, cuestionando a la mayoría por eliminar protecciones de la ley de derechos de voto. «Es como deshacerte de tu paraguas en una tormenta porque no te estás mojando», denunció la jueza.

Su compromiso por lograr la igualdad de género fue inquebrantable. Y un éxito, cosechado por una mujer físicamente pequeña pero intelectualmente gigante que pasó por Cornell y Harvard antes de graduarse en Columbia, que como mujer sufrió la discriminación, que vivió una poderosa historia de amor con su esposo y tuvo dos hijos y que como abogada abrió caminos improbables y rompió los patrones del paternalismo hacia las mujeres.

En 1971, como abogada, logró una monumental victoria cuando el Supremo dictaminó por primera vez que la enmienda 14 que garantiza igual protección bajo la ley no solo debía aplicarse por cuestión de raza sino también de género. Y sería la primera de una serie de victorias con que la primera directora del Women’s Rights Project de la Unión Americana de Libertades Civiles logró que cambiaran las leyes.

Progresista moderada una vez que Jimmy Carter le hizo llegar en 1980 a la judicatura federal y amiga de gigantes conservadores. No faltaron oposición y dudas cuando Bill Clinton la nominó para el Supremo en 1993, pero en sus 27 años allí su compromiso progresista fue creciendo conforme se iba escorando el tribunal haci a lo conservador. H