Son palabras malditas, vocablos endiablados que ningún dirigente político en Rusia se atreve a mencionar. Pese a que ya han transcurrido más de dos meses desde la confirmación del primer caso de coronavirus, los términos «cuarentena» y «estado de emergencia», con implicaciones legales a partir del mismo momento en que sean pronunciadas, han brillado por su ausencia en las intervenciones de los principales líderes rusos, incluyendo al presidente, Vladímir Putin, o el primer ministro, Mijaíl Mishustin. En su lugar, han aparecido expresiones como «régimen de autoaislamiento» o «amenaza de emergencia», que, o no existen en la legislación rusa, o conllevan un grado de restricciones mucho menor que una emergencia decretada por el poder central.

Desde el inicio de la crisis sanitaria, se repite un patrón idéntico en la cúpula del poder ruso. Putin es el primero en abrir el fuego, dirigiéndose a la nación por televisión, declarando un periodo vacacional con «salario retribuido» pero evitando hacer uso de sus potestades para limitar los movimientos ciudadanos. El siguiente en intervenir es Serguéi Sobyanin, alcalde de Moscú, ciudad que acumula el mayor número de casos, y cuya gestión de la pandemia, a diferencia del líder del Kremlin, será sometida a escrutinio tanto por sus superiores como por los mismos ciudadanos en las urnas.

Sobyanin transmite las malas noticias a los moscovitas, dando a entender que los datos oficiales minusvaloran la realidad y decretando un «régimen de autoaislamiento» para la ciudad. Por último, Mijaíl Mishustin, primer ministro, un tecnócrata recién nombrado y no acostumbrado a lidiar con situaciones externas, tercia en la cadena de órdenes y «aconseja» a las autoridades de los restantes 79 territorios, regiones y repúblicas que componen la Federación Rusa a aplicar las medidas de la capital.

Todo ello tiene una lógica, coinciden los analistas. «Putin no quiere ser asociado con medidas no populares y entrega esa responsabilidad a otro», explica Ilyá Klishin, director de KFConsulting, asesoría de medios y opinión pública. Idéntica visión sostiene Andréi Pertsev, comentarista del Centro Carnegie y periodista en Meduza: «Putin no quiere arruinar su índice de popularidad con medidas federales; las limitaciones a los movimientos son cosa de los dirigentes regionales».

Las filtraciones publicadas por la prensa independiente sobre lo que sucede en los círculos de poder coinciden con estas valoraciones. Entre la élite del país «incluso se intenta no pronunciar la palabra cuarentena», admitió bajo anonimato un alto funcionario.

Es una forma de gestionar la crisis sanitaria que concede importantes beneficios políticos tanto al líder del Kremlin como al primer ministro, colocándolos en una posición de ventaja y permitiéndoles sacudirse de encima responsabilidades en caso de que pinten bastos, creen los observadores. «Putin se guarda para sí mismo un amplio margen de maniobra si hay que intervenir o corregir», destaca Klishin. Mishustin «no ha declarado una cuarentena, solo medidas de apoyo, pese a que el Parlamento le dio poderes para ello», recuerda Pertsev.

Como resultado, se multiplican las fricciones y las situaciones contradictorias al aplicar las medidas de excepción. Víktor, un portero que deberá seguir yendo al trabajo durante el confinamiento, no ha recibido ningún pase para poder circular.

«Existe la sensación de que el poder ruso está prescindiendo de las formalidades; antes actuaban de forma agresiva pero parecía correcto legalmente; ahora ni eso», valora el analista Klishin. Su colega Pertsev, en cambio, tiene otra percepción y piensa que, «extrañamente» ese «limbo legal» aún «no existe», ya que las multas en Moscú se aplican por «incumplir normas en una amenaza de emergencia», una situación contemplada en la legislación.