En 1961, en Israel, se inició el juicio al alto cargo de las SS Adolf Eichmann por crímenes contra el pueblo judío y crímenes contra la humanidad durante la Segunda Guerra Mundial. Fue condenado y ahorcado en Tel Aviv en 1962. Una de las periodistas que cubrió el juicio fue Hannah Arendt, filósofa judía nacida en Alemania quien escribió: «A pesar de los esfuerzos del fiscal, cualquiera podía darse cuenta de que aquel hombre no era un monstruo. Este criminal nazi no es un fanático antisemita, ni un genio del mal, ni un loco que obtuviera placer al saberse responsable de la muerte de millones de personas. Únicamente la irreflexión, el no pensar, fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo».

Se trata de lo que Arendt llamó «la banalidad del mal». Para Eichmann, la solución final (exterminio total de los judíos) constituía un trabajo, una rutina cotidiana, quedando sus pensamientos totalmente absorbidos por la tarea de organizar y administrar la aniquilación. Hace unos días, se armó un gran revuelo con la entrevista en TVE a Arnaldo Otegi, quien, dando cumplimiento a las órdenes recibidas de la cúpula de ETA, secuestró a Luis Abaitua, reteniéndolo en un zulo mientras le forzaba cada noche a jugar a la ruleta rusa, obligándole a coger una pistola con una bala y a dispararse.

Y es que algunos individuos actúan dentro de las reglas del sistema al que pertenecen sin reflexionar sobre sus actos. No se preocupan por las consecuencias, solo por el cumplimiento de las órdenes. Torturar o matar no es considerado a partir de su efecto, con tal de que la orden para ejecutar provenga de estamentos superiores. Pero todo eso no exime a nadie de la responsabilidad de pensar por sí mismo y reflexionar sobre las consecuencias de sus actos.

*Psicólogo clínico

(www.carloshidalgo.es)