Un veterano compañero me comentaba la tristeza que le produce la difícil situación por la que atraviesa el periodismo en nuestro país. El colega es tan periodista de raza, que su pesadumbre no era por la escasez del sueldo, ni las interminables jornadas con horarios leoninos que le impiden dedicar el tiempo necesario a la familia. Su preocupación ni siquiera era por el futuro incierto del sector. El amigo estaba atormentado por la falta de credibilidad de los medios y, por tanto, de los profesionales dedicados a informar y opinar. Pensar así en la era de las nuevas tecnologías y en un espacio sin barreras para la comunicación resulta un tormento difícil de sortear, aunque dice mucho en favor del profesional que ha entendido el periodismo como un servicio a la sociedad. Quise animarlo, pero fracasé en el intento y tuve que reconocer que este oficio nuestro, tan apasionante como corrosivo, ha entrado en una dimensión inquietante, por decirlo suave. La proliferación de la tele basura, la orientación sesgada de informativos, y la sumisión de periódicos, hoy en día representan un nocivo cóctel. Al que es menester sumar la revolución que ha supuesto internet con las redes sociales y los móviles. Cualquier ciudadano puede comunicar a millones de personas desde su estado de ánimo a un suceso del que esté siendo testigo. Los púlpitos informativos son digitales, al alcance de cualquiera, y su utilización a menudo es más un peligro que un beneficio social. El alma del periodismo se va extinguiendo, aunque nos cueste reconocerlo. Y a mí me cuesta mucho. Al hilo de lo que siento le recordé al compañero una frase de Kapuscinski : «cuando se descubrió que la información era un negocio, la verdad dejó de ser importante» . La referencia al maestro polaco la hice como reflexión de que siendo difícil el momento de la prensa, ya lo era décadas antes de que llegara la información sin barreras, resulta una heroicidad ejercer el purismo de intentar hacer realidad lo que nos decían en la facultad de Periodismo: «buscar la verdad y contarla». La verdad contrastada, rotunda, lleva décadas en hibernación.

En estos tiempos malditos del covid-19 en los que, a pesar del aluvión de información que recibimos, cada día sabemos menos del virus y más de los poco alentadores resultados que ofrecen las medidas que nos imponen, sobre todo cuando comparamos y dirigimos las miradas hacia los vecinos del otro lado de Los Pirineos, incluso cuando miramos a nuestros casi hermanos portugueses. Decir que estamos en la vanguardia del fracaso en la lucha contra la pandemia no es opinión, los datos mandan. Y la crisis económica atenaza de tal manera a los medios de comunicación que la única tabla de salvación son las ayudas de las instituciones públicas, bien en forma de publicidad o subvención. Así, ahora más que nunca, la clase política es la que reparte el escaso pastel del dinero. Como decía el ínclito Carlos Fabra : «Quien paga, manda». Y esa visceral afirmación del populismo parece cristalizar en estos momentos. No hay más que realizar una detenida reflexión de cómo y cuándo los medios audiovisuales nos vienen sirviendo las noticias sobre el covid-19 a lo largo de los últimos seis meses.

Decía Thomas Jefferson , candidato a la presidencia de EEUU, que prefería «periódicos sin Gobierno que un Gobierno sin periódicos», esgrimiendo la libertad de expresión como elemento esencial de la democracia. Al final de su etapa presidencial, Jefferson calificaba a los rotativos como «panfletos publicitarios carentes de credibilidad». La prensa libre siempre es un estorbo para el poder de turno, que nunca pierde ocasión en el intento de controlarla. El consejo de Jean Daniel constituye, hoy en día, el más difícil todavía para el periodista de raza, auténtico trapecista que se la juega sin arnés de protección ni red que pare el golpe de su más que posible caída. Dice Daniel: «La fascinación del poder no debe hacer caer al periodista en la complacencia, la indulgencia y la corrupción». El maestro de periodistas francés no vivió el covid-19 y la irrupción del mundo digital le cogió muy mayor. En estos momentos los periodistas deben hacer auténticos esfuerzos, siempre con el corazón en un puño, para mantener sus puestos de trabajo al punto de tener que olvidar ciertos preceptos. Recientemente un compañero de Madrid, tan veterano como yo, me confesó, mirándome a los ojos, que una cosa es lo que opina y comenta a los amigos de verdad y otra lo que se ve obligado a hacer en el medio de comunicación en el que ocupa un cargo de responsabilidad. «Claro que todos nos estamos conteniendo en la gestión de la pandemia, ahora lo primero es pensar en nuestros trabajadores y sus familias. No hay más cera que la que arde, las empresas han reducido los presupuestos publicitarios y sólo nos queda el oxigeno del dinero público». Ese es el panorama.

Siguiendo en la capital del reino, el gran Raúl del Pozo viene dando signos de estar siendo anatemizado por ciertos sectores del poder de turno. Raúl pasó por el comunismo militante de la mano de Javier Pradera , el agrio intelectual del periodismo de izquierdas cuyo nombre, desde las páginas de El País , fue referente en la Transición. Bregado en mil experiencias nadie puede negar el fondo y la trayectoria de Raúl en defensa de las libertades. Paladín de la democracia, su prosa culta, ácida y directa sigue sin bajar la guardia y pese a que caen chuzos de punta sobre el escaso periodismo independiente que nos queda, desde su columna diaria opina sin autocensura. Con 83 años se la suda (diría él) que lo ataquen por ejercer la libertad de expresión, aunque se duele por la afición de políticos y huestes digitales de atacar insultando, en el intento de amedrentar al heraldo que osa escribir lo que piensa. La intolerancia nunca consigue acallar a las voces libres, las aviva. Adelante Raúl y que tu ejemplo florezca entre la mala hierba que nos envuelve. Sigue buscando la verdad para contarla. H

*Periodista