Desde hace décadas, la salud ya no se concibe como la ausencia de enfermedad sino como un estado de bienestar que, en el plano físico, psicológico y emocional, posibilita una mayor calidad de vida en las personas. Se entiende así que nuestra salud sexual implica, más allá de parámetros bioquímicos, la necesidad de atender otras variables asociadas al bienestar mental y social. Dichas variables podrían oscilar desde el cuidado de nuestra autoestima sexual, hasta la construcción de actitudes positivas que nos permitan descubrir la sexualidad, desde un marco comprehensivo. De igual forma, parece imprescindible contar con un marco de relaciones que posibiliten disfrutar de una interacción afectivo-sexual que enriquezca a la persona en sus relaciones, sin delimitar su experiencia en función de su edad, sus deseos, su género o su nivel de autonomía.

Sin embargo, al igual que en otras dimensiones de la salud, la atención prestada al plano biológico y, en consecuencia, los avances derivados en ámbitos como la identificación de microorganismos que facilitan las infecciones de transmisión sexual, las técnicas diagnósticas o, en algunos casos, los tratamientos farmacológicos no han sido acompañados, de la misma manera, por la atención que han recibido el plano psicológico y el plano social. Si bien es cierto que existe una tradición consolidada de profesionales, que ha trabajado en el diagnóstico de problemas de salud mental como las disfunciones sexuales o en el tratamiento del impacto psicológico que suponen las agresiones sexuales, todavía carecemos de recursos de atención socio-sanitaria que permitan a las personas afectadas recibir apoyo para gestionar dichas situaciones. En menor medida, existen programas preventivos que aborden aquellos factores de riesgo asociados a la aparición de disfunciones sexuales como la falta de deseo sexual o la eyaculación precoz. Tampoco parecen ser muy numerosos los esfuerzos que intentan optimizar la vida de aquellas personas que, debido a algún problema crónico, ven afectada su sexualidad y, en consecuencia, su calidad de vida. En este marco, también son casi inexistentes los programas dirigidos a personas con diversidad funcional o problemas graves de salud mental, como si solamente tuvieran derecho a disfrutar de ciertas parcelas de su salud.

En el plano social, si bien en el plano legal y político parece haberse avanzado (ligeramente) al incluir a más personas en el reconocimiento de los derechos humanos fundamentales, todavía son demasiados los ejemplos en los que la discriminación y el estigma, dificultan una experiencia sexual de calidad en aquellas personas que, por un motivo u otro, se diferencian de una supuesta norma. En ocasiones, dicha discriminación es directa y palpable mediante la negación de derechos, la exclusión de los grupos o el ejercicio de la violencia física. En otras ocasiones, dicha discriminación se ejerce de manera más indirecta al negar modelos de socialización que integren la diversa realidad que supone la sexualidad de cada ser humano, simplemente, por el hecho de serlo. Una vez más, los programas de acompañamiento a las personas vulneradas distan mucho de ser accesibles a la población y las acciones preventivas, si bien se van desarrollando de manera aislada, no reúnen los componentes necesarios para alcanzar cierta efectividad.

EN ESTE SENTIDO, todavía hoy en día, parece necesario recordar que la definición global de salud también implica la dimensión sexual y que, si las personas no tienen la posibilidad de desarrollar su sexualidad tanto en la dimensión biológica, como psicológica y social, será difícil que puedan disfrutar de cierta calidad de vida. Una calidad de vida que pasa por tener la capacidad de adaptarse a los cambios y optimizar los propios recursos, visibilizando las fortalezas personales, además de aceptar y gestionar las posibles limitaciones. Así pues, además de la necesidad de seguir invirtiendo recursos en el ámbito biomédico que contribuyan a mejorar el bienestar sexual, también parece evidente la necesidad de incrementar esfuerzos que permitan mejorar nuestro conocimiento sobre las intervenciones psicológicas y sociales, así como su cobertura, para todas aquellas personas que quieran mejorar su calidad de vida sexual.

Unas intervenciones que, además, tendrán que adaptarse a múltiples y cambiantes escenarios como, por ejemplo, los que ha generado el uso de internet. Un espacio que, dadas sus características, relativas a la inmediatez, la disponibilidad, la accesibilidad y el supuesto anonimato, además se constituir un posible espacio de crecimiento y conocimiento personal, ha facilitado nuevos retos para la salud sexual vinculados a problemas de orden tan diverso como los abusos y las agresiones sexuales, las infecciones de transmisión sexual o la adicción al cibersexo. De esta forma, los avances sociales y tecnológicos, dibujan nuevos desafíos para la salud pública, también en el ámbito de la sexualidad, que seguramente ha sido uno de los más descuidados durante las últimas décadas. Quizá por ello, en el marco del Día Europeo de la Salud Sexual, parece necesario demandar la importancia de incorporar nuevos esfuerzos que permitan a las personas disfrutar de una calidad de vida integral que incluya la sexualidad.

*UJI Hàbitat Saludable