Permíteme, lector, que comience esta colaboración mensual con una interrogación que puede parecer improcedente: ¿Inglaterra es Europa? Si se atiende solo a razones geográficas la contestación es obvia. Pero, ¿los ingleses se consideran europeos? No cabe duda de que hemos compartido avatares históricos; en los grandes conflictos bélicos del pasado siglo, los ingleses contribuyeron generosamente en la defensa de las democracias continentales amenazadas.

Pero una cosa es ser europeos, por razones geográficas o por raíces históricas, y otra distinta es querer formar parte del proyecto unificador de Europa. Una Europa unida es mucho más que un elenco de pensadores, escritores y científicos. Para compartir un proyecto de convivencia y progreso hace falta también una voluntad política común de la que disiente la sociedad inglesa y sus políticos.

La lengua inglesa da un sentido paradójico a tal divergencia. La cuestión lingüística tiene un valor capital en la integración de los pueblos en cualquier tipo de unidad supranacional. El inglés es la lengua en la que mayoritariamente se entienden los europeos en los organismos políticos, económicos y científicos comunes y, sin embargo, ello no ha acercado a Inglaterra al proyecto europeo. Pude comprobar en mi tiempo de Consejero de Educación español en la OCDE como todos los debates y reuniones se desarrollaban casi exclusivamente en inglés, a pesar de ser igualmente el francés lengua oficial.

Los británicos ya no quieren ir más lejos en la construcción europea; al contrario, la quieren abandonar. Visto desde lejos, parece que su interés sea sustituir la vinculación prioritaria con la Unión Europea por el refuerzo de su ya intensa relación con los norteamericanos. Como si pretendiesen replegarse sobre un mundo fundamentalmente sajón.

La posición poco europeísta o euroescéptica, o de escasa implicación con la unificación europea, ha caracterizado a la sociedad y los políticos británicos desde su entrada, en enero de 1973, en la entonces denominada Comunidad Económica Europea. Durante los 47 años transcurridos, la posición británica ha significado un freno constante para cuantas iniciativas de mayor integración se han planteado (tampoco el Reino Unido estuvo entre los países firmantes del Tratado de Roma en 1957).

Renegociar su pertenencia o salir de la Europa que se unifica ha sido una constante en su comportamiento. En 1974, el laborista Harold Wilson ya quiso que se revisase el Tratado de Adhesión firmado el año anterior y, poco después, en 1975, tuvo lugar la primera de las consultas celebradas en el Reino Unido para decidir su continuidad o no. Si bien entonces dos terceras partes de los votos fueron favorables a la continuidad, en la campaña de las elecciones generales de 1983 se volvió plantear su posible salida. Y así hasta que el referéndum convocado por Cameron ha conducido al esperpéntico proceso actual de abandono de la Unión Europea. Un Brexit que John le Carré calificaba en una entrevista publicada en El País hace poco como «la mayor idiotez y la mayor catástrofe que ha perpetrado el Reino Unido desde la invasión de Suez en 1956».

¿Cómo han llegado hasta aquí? Las razones esgrimidas por los británicos partidarios del rechazo al proyecto europeo tienen muy poco de nobles. Si Nigel Farage daba como uno de los principales argumentos para el abandono que el Reino Unido ahorraría 350 millones de libras semanales, que proponía gastarlos en el sistema de salud pública, al día siguiente de la victoria del Leave ya admitió que el dato era falso: uno de los mayores paradigmas de fake news. No disponer del control del número de inmigrantes era otra de las razones de la negativa, y también comprobaron los votantes su falsedad. Resulta increíble el apoyo que tuvo Farage -expresión máxima del populismo británico- que argumentaba que «los de fuera (o sea, la Unión Europea) tienen la culpa de nuestros males». Si los conservadores han sido los responsables de tal desatino, no debe ocultarse la parte de culpa que también tienen los laboristas.

Hace hoy un mes que los británicos acudieron nuevamente a las urnas para salir de su laberinto. Debates parlamentarios interminables han derribado su mito de sociedad pragmática y con buenos modales. Boris Johnson ha impuesto su plan de huida, su error histórico. Los miedos aislacionistas de los mayores se han impuesto a las expectativas generadas por las grandes manifestaciones europeístas de los más jóvenes y cultos. El pasado ha vencido al futuro.

El enfrentamiento de Inglaterra con las iniciativas encaminadas a unificar Europa viene de lejos. Cuando a principios del siglo XIX Saint-Simon propuso que Europa debía reorganizarse y unirse, Inglaterra se mantuvo al margen de esa tendencia. Más aún, si Napoleón representaba la expansión a todo el continente de los valores universales de la Revolución Francesa, en Inglaterra lo consideraban «como el enemigo del privilegio aristocrático», según afirmaba en 1854 Abbott en The History of Napoleon Bonaparte. Napoleón representó, a su manera y con matices, mitad por convicción y mitad por simple oportunismo e intereses espurios, un intento unificador de Europa. Su sentido rural lastró su visión política. La empequeñeció. Es reveladora la anécdota de que el día de su coronación por el Papa en Notre-Dame, contemplando desde la sacristía, a través de la puerta medio entornada, a los reyes y a las autoridades europeas asistentes, le dijo a su hermano José: «¡Qué diría nuestro padre si nos viese!». Talleyrand decía: «Qué pena que un hombre tan grande sea tan vulgar».

En la historia posterior no todo han sido desencuentros. La reina Victoria fue un ejemplo de mirar hacia la Europa continental. Por su largo reinado y por sus lazos familiares con otras casas reales europeas se la llamó la abuela de Europa, y se preocupó mucho de mejorar las relaciones con la Francia de la III República.

Quizá, como afirmaba recientemente el cineasta inglés Ken Loach, «el Brexit es una distracción para no hacer frente a los grandes problemas del Reino Unido. Es un conflicto entre los dos bandos de la derecha: unos que creen necesitar el mercado europeo y los más extremos que quieren salir de la Unión Europea para pagar menos impuestos y abrir el mercado a los Estados Unidos». ¿Y si en realidad todo fuese por ello?

*Rector honorario de la Universitat Jaume I