Mientras el resultado final de la arriesgada maniobra de Boris Johnson aún debe conocerse, el mismo día fracasaba (en primera instancia) otra no menos temeraria. La ruptura del Gobierno italiano por parte de su propio vicepresidente, Matteo Salvini, con la intención de forzar unas elecciones tras las cuales gobernar, presumiblemente, junto a Forza Italia y los nostálgicos del fascismo de Fratelli d’Italia. El riesgo de un Salvini con todo el poder en sus manos y con aliados tanto o más peligrosos que él para la salud de la democracia italiana, el equilibrio de su economía y la estabilidad de la UE es, no obstante, demasiado alto, lo que ha hecho posible el pacto, inviable tras las últimas elecciones, entre los hasta hace poco populistas antisistema del Movimiento Cinco Estrellas (M5S) y el histórico partido de la izquierda italiana, el PD. Dos rivales (o tres, si tenemos en cuenta las discrepancias entre el grupo parlamentario del PD, controlado aún por Renzi, y el aparato del partido dirigido por Zingaretti) que han acordado formar un nuevo Gobierno, nuevamente con el abogado Giuseppe Conte al frente. Recibido el encargo por parte del presidente de la República, todavía debe formarse un Ejecutivo, con escollos notables a la vista a la hora de decidir el reparto de carteras y fijar el papel del propio Conte. De superar este reto, aún deberá enfrentarse a otro, no menor: gobernar el país transalpino con eficacia y sin disensiones internas para no convertirse en el prólogo del retorno de un Matteo Salvini de quien se puede esperar una oposición desaforada.