Querido lector, hacía tiempo que no íbamos a París, pero, como bien decía Ernest Hemingway, cuando has vivido allí la ciudad nunca se ausentará de tu corazón. Aunque, por desgracia en los últimos 15 días hemos ido y venido en dos veces. La primera para visitar a Miguel (mi cuñado, hermano de mi siempre y bien amada Tere) y dejarle en la enfermedad constancia de nuestro respeto y cariño, de que existió y su vida valió la pena. La segunda para enterrarlo. Por cierto, en las dos ocasiones y como decía Frederic Chopín, París se comportó como París y se adaptó al sentir del que llega o vive. Por eso, posiblemente, encontramos un París que despedía a Miguel “el de La Vall”, un París lluvioso y gris pero no triste, simplemente melancólico.

Pero si he dicho Miguel “el de La Vall” (fill de Tereseta de Diago) no es de casualidad. Miguel nunca fue un francés que nació en La Vall y vivió y murió en París. ¡Ni mucho menos! Miguel fue un vallero que vivió y murió en Paris. Y es que Miguel era un tipo diferente, podríamos decir excepcional. Tanto es así que, a pesar de que se fue de La Vall cuando apenas tenía diez años y vivió en París durante sesenta, a pesar de que construyó toda su vida en París y su mujer, Martine, y sus hijos, Gregori y Johanna, eran franceses, a pesar de que Francia le dio una vida solvente y digna,... Miguel, aun sabiendo que perdía importantes derechos de ciudadanía, nunca quiso ser francés porque pensaba que era una forma de traicionar su identidad de vallero (esa es la máxima prueba de amor a La Vall, lo otro, lo de apreciar los toros y el “empedrao” es folclore no esencial). Incluso, más aún, su ilusión era volver a La Vall. Se puede decir que nunca deshizo la maleta de inmigrante. En definitiva, pasaron los años y Miguel envejeció pero su amor por La Vall nunca tuvo una arruga y se mantuvo tierno y joven. Era el mismo con el que llegó un día de agosto del sesenta acompañado de sus padres y hermana y en busca de un empleo y un salario que les permitiera pagar la casa que se habían comprado en la calle San José de La Vall.

Querido lector, hoy, cuando su condición de jubilado le permitía cumplir su sueño, el de ir y venir entre La Vall y París, un cáncer le arrasó la vida. Pero digo solo la vida: porque en la medida en que el amor y la memoria colectiva son sentimientos más eternos que la vida, puedo afirmar que no habrá point final. Miguel vendrá y permanecerá en La Vall cada vez que recordemos a los seres queridos o veamos un rockabilly con tupé de Elvis Presley o escuchemos a una voz quebrada cantar un blues. Descansa en paz y tu Dios, el que fuera, que te acoja en su gloria por buena gente. H

*Experto en extranjería