En unos días celebraremos el Día de los fieles difuntos. Nunca nuestra fe cristiana es tan consoladora como ante el misterio de la muerte. Al contrario de lo que propaga la fiesta pagana de Halloween, el creyente afronta el final de la existencia terrenal no con temor, sino con esperanza, gracias a las palabras y la promesa de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11,25). Por eso decimos en el Credo: «Creo en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro». Estas verdades se expresan en las exequias de la Iglesia y en el cuidado por dar sepultura a nuestros difuntos. Sin embargo, hoy vemos, incluso entre los católicos, muchos malentendidos al respecto, que llevan a abandonar las prácticas establecidas por nuestra Iglesia. Quisiera mencionar dos de estas prácticas:

--Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular, el sacrifico eucarístico. El corazón del funeral de un cristiano ha sido siempre la celebración de la santa Misa, con los restos terrenales del fallecido presentes siempre que esto sea posible.

--El cuerpo de un bautizado es Templo del Espíritu Santo, tabernáculo viviente de Dios; en la eternidad, nuestros cuerpos compartirán la gloria de la Resurrección. Por ello, los católicos tratamos a los cuerpos de nuestros difuntos como algo sagrado, pues lo son. Deberíamos dar sepultura a nuestros difuntos, a ser posible, en suelo bendecido. Esto proporciona un espacio sagrado al cual los seres queridos pueden acudir para rezar por ellos. La Iglesia recomienda que se cumpla esta costumbre piadosa de sepultar los cuerpos de los fallecidos, aunque no prohíbe su cremación.

Paguemos el amor que debemos a los difuntos orando con frecuencia por su eterno descanso, pero, en especial, en el Día de los fieles difuntos.

*Obispo de Segorbe-Castellón