Dicen que el hereje no es el que arde en la hoguera, sino el que la enciende. Vivimos un tiempo que ha desconectado de la razón. Demasiada gente con gran capacidad de influencia milita en la insolencia. Vivimos políticamente en la premura. Mucha prisa para insultar el primero. Mucha prisa por decirla más gorda que el otro (la grosería). Correr para llegar primero a la ofensa y la humillación del adversario. Así es hoy la política. Correr cual pollo descabezado hacia la impostura permanente.

El panorama social, económico, territorial y político requiere más serenidad, pausa y rigor que nunca. No necesitamos los golpes del picapedrero, sino el pulso del cirujano. En las últimas fechas hemos visto cómo no se pueden decir más insultos en un minuto. Lamentablemente, la política y el discurso público hace tiempo que dejaron de ser ejemplarizantes.

Desafortunadamente, un vocablo viene asomando con hiriente intencionalidad. Una palabra pronunciada con ánimo incendiario: la palabra traidor. Han vuelto aquellos que se creen ungidos para otorgar y retirar el certificado de buenos y malos españoles. Aquellos que se enrollan en la bandera para ocultar todas sus vergüenzas. Acusar de traición a quien piensa distinto no es nuevo. Ese es el problema. El problema es que no hemos aprendido gran cosa del pasado y de otras tragedias presentes en el mundo.

Adolfo Suárez fue calificado de traidor por aquellos que, como ahora, se sentían portadores de las esencias patrias. Quizá resulte interesante detenernos a pensar si la historia ha podido avanzar realmente porque personas como Suárez o Carrillo fueron acusados de traidores. Cómo disfrutan en una guerra los asesinos de los dos bandos, decía Benedetti.

Cada vez que un líder de nuestra democracia, entradas ya casi dos décadas en el siglo XXI, señala a otros demócratas como traidores, la convivencia retrocede décadas. Puede que los parlamentos y otros escenarios públicos hayan perdido su carga didáctica. Puede que la credibilidad del discurso partidista se encuentre en caída libre. Pero, bajo ningún concepto, podemos asimilar un registro verbal que, invariablemente, ha marcado el inicio de las tragedias nacionales. Que la extrema derecha se rearme no es el objeto de esta reflexión. Que lo haga esbozando y forzando un mundo enfrentado de patriotas y traidores debería hacernos reflexionar.

Acudir constantemente al argumento de que, excepto ellos, el resto son cuasiterroristas no debería quedar impune. Wittgenstein decía que el límite de nuestro leguaje definía el límite de nuestro mundo. Siguiendo esa lógica, con las palabras alcanzamos los confines de nuestra propuesta de sociedad. Algunos, deudores de un léxico de felonías, traiciones y Apocalipsis, sugieren un país de desencuentros perpetuos. Invertir en algunas palabras no es márketing ni propaganda. Es un boceto del drama. No podemos resignarnos a ser como país ese grabado de Goya en el que dos paisanos encarados y atrapados en el fango hasta la cintura se destrozan con los brazos, el torso y la rabia disponible. ¿Por qué no una patria de derechos, una matria de libertades donde los símbolos nunca sirvan para enfrentar a las personas?

*Doctor en Filosofía