Como ha ocurrido con el covid-19, las señales de advertencia estaban ya ahí. La pobreza no ha comenzado su curva ascendente con el confinamiento, pero este sí que la ha visibilizado y hecho más cruda que nunca. Pese a los anuncios obamísticos de Pedro Sánchez, diciendo que nadie se iba a quedar atrás, las colas en los bancos de alimentos y comedores sociales de estos días demuestran que de momento eso no es cierto. Los ERTE y las ayudas a los autónomos se anunciaron con rapidez, pero han dejado fuera a importantes sectores de la población.

Era un secreto a voces que la economía española estaba sustentada en empleos precarios, una excesiva dependencia del sector servicios y sueldos míseros. Y, por qué no decirlo, en muchas triquiñuelas contables con las que la banca, los grandes grupos empresariales e incluso algunos sectores con participación pública nunca perdían, pese a generar grandes beneficios que no recaen apenas en la sociedad.

Pero es que junto a este panorama hay además un problema de diseño de las ayudas: muchos de los que las necesitan quedarán fuera de ellas porque no llegarán a enterarse nunca de que estas existen, porque no contarán con los recursos necesarios para tramitarlas o porque estarán marginalmente por encima de los requisitos mínimos. Es el problema clásico del non take up, que podría quizá solventarse con la implantación de una renta básica y universal. Esta no solo tendría el efecto de paliar el sufrimiento de muchos hogares, sino que serviría de estímulo para un consumo deprimido.

Solo hay que ver lo que nos han contado dos oenegés: Save the Children advierte de que en una de cada cuatro familias se han perdido todas las fuentes de ingresos e Intermón Oxfam recuerda que España es el sexto país más desigual de la UE. Si frente a estos síntomas no repensamos la estructura económica, no habrá medicamento que nos salve.

*Periodista