El pasado abril el Ministerio de la Vivienda y Desarrollo Urbano-Rural prohibió los edificios de más de 500 metros, las copias y las rarezas. No el de aquí, sino el de China, en plena pandemia. Es curioso que el país que más se ha significado por hacer rascacielos absurdamente altos o clones de celebridades como la Torre Eiffel se haya dado cuenta de su deriva.

La altura no es un pecado en arquitectura, no hay edificio bueno o malo por ser alto o bajo, pero el contexto urbano debe determinarlo. La copia tampoco es un pecado, todos aprendemos copiando, pero plagiar o falsificar es delito. Y en edificios, una estafa, pues un proyecto pensado para un sitio difícilmente encaja en otro diferente. Respecto a las rarezas, eufemismo de fealdad, hay que decir que sí que hay mucho escrito, pero algunos no han leído nada, como suele decir Federico Correa.

Suena a ironía que el país más copión del planeta de repente prohíba su principal habilidad. Pero recordemos que la España franquista también copió a troche y moche todo lo que se hacía en Europa y luego lo producía aquí introduciendo algunas peoras, amparada por una autarquía protectora. Cuando tuvo que salir del cascarón no le quedó más remedio que espabilar y comenzar a crear.

El escueto pero contundente decreto chino supone un giro radical en el desmadre vivido hasta la fecha. Concluye con una orden a las autoridades locales: «Guíe las unidades de construcción para mejorar la conciencia cultural, juegue con la sabiduría de los arquitectos. Diseñe y construya proyectos que cumplan con los requisitos del patrimonio cultural, la prioridad funcional, la integración y protección del medio ambiente, el ahorro de energía, y satisfaga las necesidades de las personas para una vida mejor». Suena panfletario, pero ¡ojalá! Aquí y en China.