Dentro de la tragedia y la devastación que ha provocado la pandemia por el coronavirus, destaca en España el drama inconmensurable de las residencias de ancianos, sobre todo en la Comunidad de Madrid y en Cataluña. Quince mil personas han muerto por el covid-19 en los geriátricos, una mortandad absolutamente desmesurada que obedece a causas diversas. La fiscalía ha abierto ya 207 diligencias, de las que 86 son penales. Los responsables directos de malas prácticas o dejadez deberán responder, penalmente si corresponde. Pero la responsabilidad última de las carencias estructurales en el sector, ahora desveladas, y de la falta de una respuesta ante el impacto de la epidemia en estos centros, recaen en todos los casos en las administraciones responsables de la sanidad y la atención a la tercera edad.

¿Qué ha ocurrido para que el coronavirus arrasara con las vidas de tantos internados en residencias geriátricas? Algunas causas son generales y otras específicas de los geriátricos. Entre las primeras están que la dimensión de la epidemia no se vio venir a tiempo y que en las residencias, aún más que en los hospitales, ha habido falta de tests y de equipos de protección para los cuidadores, que se contagiaron y contribuyeron a infectar a los ancianos, a los que necesariamente hay que tratar sin poder observar la distancia imprescindible. Pero en las residencias ha habido también causas específicas vinculadas a la situación de estos centros, más allá del hecho de que la enfermedad ataque con más virulencia a los ancianos o del triaje establecido en los hospitales, por criterios clínicos, que ha afectado especialmente a las personas con menos posibilidades de supervivencia ante el peligro de colapso de las unidades de cuidados intensivos. Las primeras muertes de ancianos están registradas a principios de marzo, pero los ingresos en hospitales desde geriátricos no se desbloquearon hasta un mes después. Otra causa es la escasez de personal y la precariedad de medios de las residencias. También contribuyó a la altísima mortalidad la imposibilidad de establecer en los centros áreas separadas de contagiados y no contagiados. Tanto en Barcelona como en Madrid, no se aisló a los ancianos hasta primeros de abril.

Es evidente que lo ocurrido convierte en imprescindible una reforma del sector. En estos momentos, la prioridad sigue siendo el combate contra el covid-19, pero es hora también de preguntarse por cómo se ha gestionado la privatización creciente de esta red asistencial: hasta qué punto los recursos aportados por parte de la administración por cada plaza y el grado de control público sobre la lógica de beneficio de grupos de servicios que han desembarcado en el sector han influido en la precariedad de personal y de medios materiales con que sobrevivían los geriátricos.

Cuando la pandemia pase, será inexcusable exigir responsabilidades políticas, que en no pocas administraciones autonómicas deberían ya servir para bajar el tono, tan autosatisfecho con su propia gestión como hipercrítico con la del Gobierno central.