Como en los pueblos antiguos, que nombraban dictadores en circunstancias extraordinarias a fin de conjurar inminentes peligros, Pedro Sánchez se ha erigido en parapeto contra las adversidades sobrevenidas. En la delicada, larga y complicada operación de llevar la nave a buen puerto, deben conjurarse y neutralizarse al punto, ya que solo así el timonel se podrá concentrar en su auténtico y primordial cometido, consistente en salvar a España del virus y sus nefastas consecuencias.

En otra coyuntura pues, la fuga o alejamiento del monarca emérito podía haber avivado vientos republicanos de una intensidad alarmante. Quizás el mismo Sánchez habría sido el primero en alentarlos si veía que le favorecían. En estos momentos, en cambio, todas las premisas conducen a la misma conclusión: quien se erija en el escudo protector de Felipe VI sacará la doble ventaja de colgarse una gruesa medalla y sobre todo la de evitar que sus rivales de la derecha se la pongan mientras le acusan de fomentar el caos y atentar gravemente contra la (con)sagrada Constitución.

De aquí que Sánchez exhibiera incluso un exceso de celo en la comparecencia posterior al anuncio de la desaparición de Juan Carlos I de la escena pública española. El mensaje, reiterado más tarde en carta abierta la militancia socialista, está claro: Felipe VI no se toca porque no toca (y quién sabe si algún día tocará).

Por si la campaña de Podemos no se desacredita por sí misma, la embestida contra la monarquía del presidente Torra y buena parte del independentismo catch all , confirma a los ciudadanos pragmáticos, republicanos de corazón pero también y por fuerza exjuancarlistas, que el mantenimiento de la corona sobre el hijo del exiliado resulta imprescindible para neutralizar a los enemigos de la unidad de España. H

*Escritor