Después de que la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, testificara ante el juez que la declaración de independencia fue «simbólica», una parte importante del independentismo parece que, por fin, afronta la realidad tras dos años de medias verdades, propaganda y ensoñaciones. Artur Mas afirmó que los independentistas se cuestionan si los plazos del referéndum fueron «inteligentes» y si contaban con «la mayoría social suficiente. Joan Tardà admitió ayer que no hay una mayoría social en Cataluña que permita tirar adelante la independencia. Son unos ejemplos del giro que el independentismo está dando a su estrategia después de que la vía unilateral que ha marcado la hoja de ruta los dos últimos años haya demostrado ser una vía muerta que no ha traído la anunciada república sino la suspensión del autogobierno, la fuga de empresas, gravísimos procesos judiciales y un importante daño político y social a la ciudadanía catalana.

Hasta no hace mucho (apenas unos días, de hecho), decir algunas de las cosas que Mas y otros líderes del independentismo han afirmado suponía ser considerado de inmediato como traidor a la causa soberanista y a Cataluña misma. Hoy, ERC y PDECat buscan cómo plasmar este giro (independencia sí, pero sin plazos) en los programas electorales del 21-D. En este sentido, que Carles Puigdemont continúe con el simulacro del Govern en el exilio en Bruselas no deja de ser una incoherencia. Otra más.

El independentismo llega al 21-D con el objetivo de recuperar un terreno en el autogobierno que ha perdido a causa de la deriva unilateral. El cambio de rumbo, una reculada en toda regla, que está en marcha debe ser recibido con generosidad y consideramos que merece reconocimiento. Al fin y al cabo, supone devolver el debate político al marco del que nunca debería haber salido, el de la legalidad. Por eso, tal vez ahora no sea momento de pedir ni de rendir cuentas. Pero algún día habrá que hablar del daño infligido y de sus responsables.