Tenía 29 años. Una familia, un trabajo, unas ideas que se enraizaban en la libertad y en la valentía, en la justicia social. Un compromiso, el de servicio público a su pueblo. Tenía 29 años y los asesinos quisieron convertirle en protagonista de todas nuestras vidas.

Todo el mundo recordamos con exactitud aquellas 48 horas de angustia gris, de amargura de bilis en el paladar, de pulsación acelerada y que retumbaba en los oídos. Todos recordamos como una fotografía de nuestras propias vidas el vil asesinato de Miguel Ángel Blanco.

Recordamos como cada minuto se escurría, como la esperanza nos hacía mantener un hilo de luz. Recordamos, al menos yo lo hago, a la gente arrodillada gritando «ETA, aquí tienes mi nuca», a los ertzaintzas quitándose los pasamontañas porque ya no tenían miedo y cómo la gente les abrazaba. Rememoramos, por ejemplo, que no hubo concesiones y no se cedió al chantaje. Y con una serenidad glacial nos acordamos de cómo el padre de Miguel Ángel le esperó en la puerta después de conocer por la prensa su secuestro. No hubo concesiones, pero tampoco nadie las pidió. Sólo se pedía libertad, la misma que defendía Miguel Ángel.

Durante aquel verano de 1997 todo dio un giro. No había vascos, catalanes, populares, socialistas o nacionalistas. Toda España era una. Los medios de comunicación llegaron a acuerdos como emitir todas las televisiones con un lazo azul en las pantallas. Millones de personas marchamos para protestar, para compartir nuestro dolor, el luto de la libertad.

El calor de aquel verano, aquel mes de julio en que Miguel Ángel tenía 29 años y la sinrazón de los asesinos se apoderó de todo. La sociedad española dio un ejemplo de lo que somos, de cómo somos. Y, por primera vez, el terrorismo perdía la gran batalla. Nunca había sido una guerra, sólo había sido odio, injusticia y barbaridad, pero por primera vez ya no existía el miedo.

Para que un sistema de terror funcione no solo debe haber malvados que ejecuten un plan, sino que debe haber un silencio cómplice de otros muchos, pero se rompió el miedo y el silencio de los buenos se convirtió en un grito. Un grito de dolor, de injusticia y de exigir un final.

Ahora, 20 años después, con el poso del tiempo, vemos que aquella pesadilla fue el principio del fin. Que el Estado de Derecho ha vencido. Pero la única forma de no cometer los errores del pasado es no olvidar nunca la historia, recordarla. Que hubo un tiempo en España en que una banda de asesinos disparaba en la nuca a gente inocente y que secuestraba, torturaba y mataba porque sí.

No podemos olvidar, ni arrinconar a las víctimas, ni distinguirlas por su forma de pensar. Aquí había y debe haber dos bandos: el de los asesinos y el del resto, los que creemos en la libertad. Es simple, el resto no sirve. No se puede justificar el asesinato, no se puede ser tibio, no se puede mirar hacia otro lado de forma ignominiosa. Hay que recordar para avanzar y aprender.

Hoy Miguel Ángel tendría 49 años. No le dejaron. No olvidemos.

*Presidente de la Diputación de Castellón