Nada hay más letal para un país que una clase política sectaria, que lo es hasta en los momentos de emergencia nacional. Así estamos, y así nos van las cosas. Estos aciagos días de confusión, mal gobierno y mala oposición, la ciudadanía española sigue sumida en un permanente sinvivir, al albur de las taras de los peores representantes públicos que jamás hayamos sufrido desde la Transición hasta hoy. Páramo yermo, sombrío y frío, a izquierda y derecha. El centro ha sido volatizado al igual que la clase media, dos grandes logros finiquitados que apuntan al porqué de semejante presente. Un voluntarioso observador del guiñol patrio, en su ofuscación, pretendía convencerme de que lo de ahora se parece a la primera mitad de 1936 cuando, tras el triunfo en las urnas del Frente Popular, en el Congreso saltaban chispas y amenazas. Disiento, el cainismo absoluto de las dos Españas aún está lejos, pero no imposible de alcanzar. En los meses previos al golpe de Estado, que condujo a la guerra civil, el palacio de la carrera de San Jerónimo era un circo romano al que muchos de sus señorías accedían armados, sin distinción de ideologías. Fuera de aquellas solmenes paredes, las calles de Madrid y del resto de la nación eran volcanes en erupción. Unos y otros tiraban de gatillo y comenzaban a matarse.

La España enfrentada hace más de ochenta años, tras la muerte del dictador había encontrado el camino de la normalización, otra cosa es el olvido, de la mano del Rey Juan Carlos I , el falangista Adolfo Suárez , el socialista Felipe González , el franquista Manuel Fraga y el comunista Santiago Carrillo . Este último, sobre todo, conocedor en vivo y en directo del dramático final de la II República Española. Ejemplos hay muchos, pero sirva el de Miguel Maura , republicano conservador al que Indalecio Prieto no le pudo garantizar su seguridad y le puso un avión para exiliarse a Francia, donde acabada la contienda lideró la oposición contra Franco. La pedagogía histórica exenta de intereses partidistas y/o rencores heredados tal vez nos ahorraría textos legales revisionistas en los que se pretende juzgar lo ocurrido hace ocho décadas desde el distinto prisma del siglo XXI. El mal es inherente al ser humano, no entiende de ADN ni de credos, por lo que sorprende escuchar, desde el oportunismo, a cierto escritor/tertuliano que estos días estrena libro, decir que tiene muy claro quiénes eran los buenos y los malos en la guerra civil. En el otro reverso de la moneda satisface encontrar el posicionamiento de Pérez Reverte , en cuya última novela trata el conflicto desde la óptica de las personas que se vieron involucradas en ambos bandos. Como Arturo suele decir, hijos de puta los había en todos los lados, en especial entre falangistas de retaguardia, milicianos que huyendo del frente sembraban el terror o asesinos profesionales al frente de las checas, incluso militares sanguinarios. Hijos de puta, lerdos, arribistas, vende patrias e ilustrísimos canallas siempre los habrá y no son patrimonio de ningún color partidista.

Es una pena que el esforzado ciudadano de a pie, de natural pacífico y disciplinado, cumplidor de las reglas impuestas por la maraña burocrática del Estado que lo sangra, a cambio de ningunearlo, tenga que asistir en permanente congoja al espectáculo que nos depara la clase política nacional. Cada día amanecemos con noticias desalentadoras, relacionadas con la pandemia provocada por el covid-19, en las que pueden atisbarse errores garrafales concatenados con indeseables prácticas, fruto de desatinadas políticas. Mientras escribo, la Generalitat de Cataluña anuncia el cierre de bares y restaurantes durante quince días, provocando el grito de desesperación de empresarios y trabajadores de hostelería, el sector más castigado por la crisis vírica.

Los ciudadanos, los que tienen que hacer contorsiones para sobrevivir dignamente, necesitan de unos representantes conscientes de las preocupaciones y realidad de la sociedad a la que sirven. El hemiciclo del Congreso vuelve a ser la arena de circo en la que se blanden espadas dialécticas, mientras unos y otros se niegan el pan y la sal, cuando el virus no ceja y nos sigue llevando al precipicio. Sobra mediocridad cuando más necesitamos inteligencia acompañada de grandeza política. Es la hora del «todo por la patria» la consigna que unió a los españoles en la guerra de la Independencia, luchando triunfantes por la libertad. El enemigo es el virus , como en 1808 las tropas de Napoleón. H

*Periodista y escritor