La novela criminal ha ilustrado mucho sobre los efectos de los venenos: el arsénico sublimado huele a ajo, el cianuro a almendras amargas –bien lo sabía doña Agatha – y la estricnina tiñe el rostro de un azul cianótico. Es arma femenina, pura finesse , astucia y premeditación. Ni vierte sangre, ni hace ruido, ni requiere fuerza física; solo exige paciencia y proximidad a la vida más íntima de la presa: la cocina, la cama... El veneno pretende disfrazar de muerte natural el asesinato para que el mundo siga girando como si nada. Esencial en las películas en blanco y negro, parecería un recurso de otro tiempo si no fuera porque el Kremlin lo introduce en la trama cada dos por tres: el opositor ruso Alekséi Navalni se recupera después de que le envenenaran el té en el aeropuerto de Tomsk. Presuntamente.

Sería sugestivo pero engañoso jugar con la hipótesis de la ponzoña como arma política en la historia de Rusia. Para rematar a Rasputín tuvieron que añadir al cianuro de potasio varios tiros y un baño helado en el río Neva, pero quien de verdad está elevando el envenenamiento a categoría es Vladímir Putin .

En 21 años de mandato –casi tantos años como su amigo Lukashenko – son varios los disidentes que han encontrado la muerte por envenenamiento o la han esquivado de milagro. El exespía Litvinenko en Londres y la periodista Anna Politkóvskaya , quien sobrevivió a una intoxicación antes de morir acribillada. El expresidente ucraniano Víktor Yúshchenko salvó el pellejo, pero le quedó la cara azul y con protuberancias. El uso del veneno, típico de servicios secretos, es teatral, permite la impunidad por denegación y lanza un mensaje escalofriante: respiramos en tu nuca. Así se juega al póquer en el espacio postsoviético. Habrá que estar atentos a la baza en Bielorrusia. H

*Escritora y periodista