Algo parecido a un techo, eso es todo cuanto ofrecen antiguas fábricas abandonadas a personas sin recursos que viven atrapados en un laberinto legal sin salidas dignas. La mayoría son migrantes sin papeles que, por no tener la nacionalidad, no pueden acceder al mercado laboral y que, por no tener contrato, tampoco pueden tramitar sus papeles. Además, por no haber sido desahuciados tampoco los ayuntamientos pueden hacer mucho más que ayudarles con lo más básico. Apenas unos vales de comida y la posibilidad de acceder a los servicios de entidades que les facilitan ducha y ropa.

No solo es un problema de salubridad, sino que habitar esos espacios ruinosos puede provocar accidentes que ponga en riesgo sus vidas. Desplomes o incendios que también son un peligro para el entorno. La situación de marginalidad de estas personas no deja de retroalimentarse por la incapacidad de las instituciones. En el fondo del problema se encuentra una ley de extranjería que conduce a la explotación o la delincuencia a miles de personas. Una fuente de conflictos sociales que produce recelos en los vecinos y que, al fin, solamente sirve para alimentar el discurso del miedo que lanza la ultraderecha. Condenar a personas a la invisibilidad y al sufrimiento nunca es una solución, tan solo la prueba de la incapacidad para anteponer la justicia social a la discriminación.