Tres días lleva París confinada por el coronavirus y en las calles inusualmente vacías solo se ve gente sin hogar, gente paseando al perro, gente con bolsas de la compra y gente corriendo, mucha gente corriendo. Los parisinos se agarran a una de las cinco excepciones permitidas para estar en la calle -salidas cortas, cerca de casa, para realizar una actividad física individual- como a un clavo ardiendo para hacer más llevadero el encierro. Francia vivió una jornada negra con 89 muertos en 24 horas.

«Ahora, de repente, a todos les da por hacer deporte», dice con sorna en la plaza de la República un policía que pide a los viandantes un certificado que justifique su desplazamiento. «Yo salgo habitualmente a correr y ahora creo que vendrá bien para no volverse loco», explica la joven Marie Laure.

Aunque la mayoría respeta las consignas, aún hay focos de irreductibles. En el bullicioso barrio de Barbès, el mercado callejero estaba a reventar, para espanto de los comerciantes, que pedían distancia de seguridad.

A orillas del Sena, abundaban paseantes y deportistas. «Unos imbéciles que se creen héroes por saltarse las reglas», dijo el ministro del Interior, Christophe Castaner.

El segundo día de confinamiento se saldó con más de 4.000 multas, que van desde los 135 a los 375 euros. La socióloga Nelly Mauchamp, autora de Los franceses, vincula la indisciplina con el sistema educativo. «Estamos casi obligados institucionalmente a romper las reglas. En el colegio, quien desafía al profesor es jaleado. Eso forja un espíritu típicamente francés: el que respeta las reglas es débil.