El coronavirus ha hecho añicos en todo el mundo los rituales tradicionales de la muerte, también en la golpeada Nueva York. Con más de 5.150 fallecidos, los sistemas funerarios de la ciudad han llegado a sus límites, no dan más de sí. Incluso con permisos especiales como la licencia de los crematorios para operar 24 horas, o autorizaciones aprobadas que amplían quiénes y cómo pueden realizar algunos trámites de defunciones, el ritmo de fallecimientos es demasiado intenso.

Y las dimensiones de la crisis han vuelto las miradas sobre Hart Island, una pequeña isla del Bronx, desde donde dan la vuelta al mundo las imágenes de bulldozers cavando zanjas, trabajadores vestidos con buzos blancos que apilan uno sobre otro sencillos ataúdes de madera, el cubrimiento con tierra de esas fosas comunes...

Son escenas sobrecogedoras e intensificadas, no nuevas. Porque en Hart Island se han redoblado operaciones y capacidad, se ha contratado a operarios para realizar los entierros en vez de usar como se acostumbraba, por cinco o seis dólares a la hora, a reos de la cercana prisión de Rikers, y de los 25 entierros semanales se ha pasado a la misma cantidad pero diaria. Pero desde hace 150 años, empezando en la guerra civil, ese pequeño pedazo de tierra en el East River ha tenido entre sus múltiples usos el de cementerio.

Ahí descansan quienes nadie reclamaba en Nueva York. También quienes, en una metrópolis de desigualdades extremas, no tenían familiares con dinero suficiente para pagar el enterramiento en otro lugar. Bajo su suelo yacen miles de bebés y miles de víctimas de los años en que el crack y el sida devastaron la urbe. Y, de hecho, en un lugar que ha acogido un campamento de prisioneros de guerra, una institución psiquiátrica, un sanatorio para tuberculosos, un reformatorio juvenil, un centro de rehabilitación de drogas y un refugio para personas sin techo, el cementerio es lo único que persiste.

Poca gente conoce ese enclave, su historia, su función y sus retos, como Melinda Hunt, una artista que mantiene The Hart Island Project y que empezó hace tres décadas a interesarse por los allí enterrados, a luchar por hacer visibles a los invisibles, por dignificarlos. Fue ella quien logró, por ejemplo, hacer públicos los nombres de decenas de miles, ayudando a sus familias a dar con sus restos. También fue vital para impulsar una medida, aprobada en enero, que transferirá en junio la operación de Hart Island desde el Departamento de Prisiones al de Parques. Y es quien, al otro lado del teléfono, con poco tiempo porque sus tres hijos son personal médico y debe marcharse para cuidar de uno de sus nietos, dice que «es necesario hablar sobre esto de una forma que calme a la gente, explicarlo, porque no es una desgracia».

Hunt sabe que estas fechas de Pascua hacen «más duro si cabe lidiar con la idea de no poder despedir a los seres queridos». Comparte que «es muy difícil perder a la gente de esta manera», con la soledad, desconexión y aislamiento del covid-19 «y sin poder hacer las cosas que normalmente unen a una familia y a una comunidad ante la pérdida».

La isla desde hace un tiempo se había abierto también a visitas del público general desde un observatorio. Ahora han quedado en suspenso y no se sabe cuándo se reanudarán.