“Era un crío, solo un crío. Me caí sobre su mochila, vi sus zapatillas y luego su cuerpo… violáceo e inerte. ¿Por qué? ¿Por qué ha pasado?”, grita Rinaldo Sosi, un miembro del equipo de rescate detrás de los escombros de lo que antaño fue Pescara del Tronto, diminuto pueblo enclavado en los Apeninos italianos y ubicado en la región de Marche. “Hay muchos cuerpos allá arriba. Pescara del Tronto ya no existe, es un cementerio”, añade el socorrista de 35 años. Entonces, como un estruendo, llega la voz de Ilaria. “¿Dónde están mis tíos? ¿Dónde están? ¡Búsquenlos, por favor! Su hijo tiene 17 años. A las tres de la madrugada, la tierra se le abrió bajo los pies y se salvó de milagro, pero ¿qué hará ahora? ¿Adónde irá? ¿Dónde dormirá? ¡Búsquenlos!”, exclama. A su alrededor, sin embargo, el panorama no transmite buenos presagios. Casi el 90% del lugar se ha desplomado con el sismo, tragándose aún dormidos a sus habitantes. Cien de los cuales permanecían desaparecidos al cierre de esta edición.

Ya no queda nada. Solo montículos de ladrillos, paredes caídas, colchones y lavabos derruidos. También están unas botellas de vino vacías, que recuerdan que hubo vida horas atrás, antes de que Pescara del Tronto se convirtiese en el epicentro del terremoto que destruyó la casa y el futuro de este pueblo, casi despoblado en invierno y habitado por entre 200 y 300 personas en verano.

“Si hubiera pasado hace unos meses, sólo hubieran muerto cuatro ancianos”, espeta Ilaria, quien, a ratos, parece perder la cordura por el dolor. Marco, un enfermero, intenta entonces tranquilizarla, le pone un brazo sobre la espalda y le habla en voz baja, sonriéndole. Pero no hay manera. Ilaria quiere escarbar, levantando los escombros uno a uno, para sacar de ahí a sus familiares. Eso es lo que ve que están haciendo los socorristas, los cuales, para evitar más derrumbes y ante la imposibilidad de subir al pueblo maquinaria de rescate, están cumpliendo con su titánica tarea de manera manual. Solo les ayudan los perros de rescate y un helicóptero.

Pero la esperanza de encontrar a los vivos no es mucha. “Ya no se oyen voces”, observa Daniele, quien como el corpulento Rinaldo, es un tifosi de un equipo de fútbol local en su vida de todos los días. “También esa chica, Barbara, pensábamos que estaba viva…”, cuenta un oficial de los grupos de rescate alpinos. Ellos fueron quienes la encontraron muerta abrazada a su perro, que falleció después. H