El día del acto de adhesión al señor Mariano Rajoy, ante la sede del PP en Madrid, una señora agitaba con entusiasmo una bandera rojigualda. Es lo que hacían muchos de los presentes. Pero aquella no era la bandera constitucional, sino la del pajarraco. Al firmante le dio un vuelco el corazón. ¿Sería que volvían las banderas a las que en un tiempo las llamaron victoriosas y que se convirtieron en un arcaísmo en 1978?

Hubo un tiempo en que estas cosas se cuidaban porque la bandera del pajarraco era todo un acto de adhesión al régimen anterior. En los inicios del PP, era inevitable que en todos los actos aparecieran enseñas gallináceas, que un eficaz servicio de vigilancia, rápidamente, hacía desaparecer. El nuevo líder conservador, José María Aznar, se había convertido a las ideas constitucionales y se proclamaba de centro y reformista.

Alguien debería explicar por qué nadie se incautó de la bandera del pajarraco. ¿Acaso no hería la sensibilidad de una gran masa de personas que vitoreaban al señor Rajoy, pero también insultaban a los que no piensan como ellos? Es posible que, en su estado de excitación, muchos no apreciaran que esa bandera era una antigualla, pero gente más tranquila debió de advertir que lucirla en ese acto era comprometedor para unos dirigentes del partido que se pasan el día invocando el Estado de derecho y que dan lecciones de constitucionalismo a muchas personas que no tuvieron que pasar por un proceso de conversión a la democracia. Nadie se escandalizó y a todo el mundo le pareció de lo más natural que allí apareciera un símbolo de la dictadura. ¡Qué cosas!