Que en una década los jóvenes españoles hayan cuadruplicado y duplicado el consumo de cocaína y cannabis no es un fracaso de la legislación o de las medidas preventivas. Es, simplemente, un fracaso de la sociedad. Las familias, los gobiernos y las instituciones implicadas en el caso suelen ser muy hipócritas en temas así. Y son hipócritas porque, de otro modo, habría que admitir que nuestra sociedad no tiene nada claros valores y principios tan necesarios como por ejemplo las jerarquías, el rol colectivo de la moral o la trascendencia de la cultura y la intrascendencia del ocio.

Cuando estas cosas se alteran, cuando sólo parecen claramente valiosas la juventud, la condescendencia por uno mismo y por el círculo más inmediato y la entrega ingenua a la satisfacción sistemática, quizá habría que pensar que nos estamos equivocando de modelo. Pero en lugar de revisarlo, lo que hacemos es pagar campañas generalistas sobre los peligros de la droga, o sobre el valor de la vida, dos cosas desmentidas a diario por la publicidad, los modelos televisivos, los estándares de belleza y de comportamiento y la práctica política.

Una de las conclusiones de la encuesta que ha presentado recientemente la señora ministra es que las drogas no dan miedo a los más jóvenes. No les dan miedo ni tienen percepción de riesgo. Naturalmente. No pueden tener miedo: son jóvenes, todo viene guiado por el progreso, viven en el mejor de los mundos, no tienen ninguna sensación de culpa, se sienten justos y se les recomienda reír y ser felices... Estas son las verdaderas drogas de los jóvenes, y no los productos que toman.