Pese a que la 5ª y la 6ª sinfonías de Chaikovski hicieron grata mi iniciación adolescente en la música clásica, son la 2ª y la 4ª las únicas obras sinfónicas del gran compositor ruso que frecuento. Sobre todo la 2, conocida como La pequeña Rusia o Ucraniana, compuesta por su autor en la residencia de campo que su hermana Alexandra tenía en Kamenka (Ucrania), inspirándose en cantos y melodías populares de la región. Si la escuchan, constatarán su raíz popular desde el primer movimiento, cuando la trompa expone una preciosa melodía inspirada en la canción Bajando por el padre Volga.

En ocasiones, al escuchar esta 2ª sinfonía, me parece percibir una expresión, tan sutil como rotunda, del alma rusa. Un alma que se encarnó por vez primera --hasta el siglo XII-- en la Rusia de Kiev, que comprendía las actuales Ucrania y Bielorrusia, llegando además hasta Moscú. Después, la historia de Ucrania se complicó, basculando entre los imperios ruso y austríaco, con episodios notables como la tentativa reunificadora del atamán cosaco Mazepa, que más tarde inspiró un enfático poema sinfónico a Franz Liszt.

Y, si bien en el siglo XIX resurgió cierta conciencia nacional compatible con una composición étnica heterogénea, Ucrania sólo se constituyó como Estado independiente en 1991, tras una turbulenta experiencia entre 1918 y 1920. Por ello, aún entendiendo y respetando las metas de la Revolución naranja (entrar en Europa, hacer política a la europea, repudiar la Rusia de Putin, mezcla de mafia y checa que renueva el viejo despotismo de siempre), no cabe tampoco olvidar que, por lo menos en parte, Ucrania se confunde con Rusia.