En uno de esos tests que proponen a menudo las revistas se hacía esta pregunta: "¿Es usted ambicioso?" Pensé que la propuesta era muy complicada, contra lo que pueda parecer. Porque es curioso que la palabra ambición es usada de manera popular tanto en sentido positivo como en un sentido negativo. Se dice que sin ambición no se puede progresar. Y a muchas personas, en cambio, las acusamos de ser ambiciosas. Incluso llegamos a matizar: son demasiado ambiciosas.

El diccionario dice que la ambición es el "deseo desordenado de conseguir algo que halaga el amor propio". Un deseo "desordenado" no es recomendable, pues. Pero nos parece bien lícita y defendible la ambición de ser el primero de la clase, de ganar unas oposiciones, la ambición de ser feliz. Quizá el secreto de la ambición es la medida.

Hay algo que suele ser grave: cuando la ambición no está proporcionada con las propias aptitudes. Me gusta el dibujo, pero si tuviera la ambición de ser un gran dibujante acabaría profundamente frustrado, envidiaría a los buenos dibujantes, echaría la culpa de mi fracaso a los demás: los galeristas y críticos que no me hacen caso, los que no me compran los dibujos. La ambición puede ser útil, productiva, pero si parte de condiciones que hacen imposible llegar donde pretendemos, el resultado no es el éxito, sino la aparición de una dramática patología.

Hoy en día, la ambición está estimulada por la importancia de la competitividad. Esta, como la ambición, también puede ser buena, y en muchos aspectos de nuestra vida es absolutamente natural, incluso inconsciente. De todas formas, nos convendría dedicar algunos momentos a ser, conscientemente, no competitivos. Sacarnos de encima la presión de tener que ganar. Como han hecho en una ciudad suiza, donde 500 niños han participado en un torneo de fútbol sin que al final se estableciera ninguna clasificación. Ni perdedores frustrados ni enemigos a batir. En lugar de competición, un juego.

En el fondo, se trata de aplicar la modestia a la victoria y la paciencia a la derrota.