Los hechos son tozudos. No pueden eludirse. Se imponen. Quedó claro, una vez más, tras el impecable debate sobre el plan Ibarretxe celebrado en el Congreso hace unos días. Fue, en efecto, una sesión modélica, porque se observaron con todo rigor formas y ritos, y sobre todo porque se habló con libertad y se escuchó con respeto. Ahora bien, la ejemplaridad democrática del debate no disimuló, sino que acentuó, la realidad inocultable de unos hechos:

1) Que España es una entidad histórica plurinacional --una nación de naciones--, por lo que estará condenada al fracaso cualquier fórmula de organización política que pretenda eludir este hecho. Conviven en España varias naciones, es decir, varias comunidades con conciencia clara de poseer una personalidad histórica diferenciada y voluntad firme de proyectar esta personalidad hacia el futuro en forma de autogobierno (para el que precisan competencias y financiación).

2) Que toda reforma debe hacerse con observancia estricta de los procedimientos establecidos, no por respeto fetichista a la ley sino para no comenzar siempre desde cero, aprovechando los acuerdos alcanzados, que se concretaron en unas normas que --en democracia-- son expresión de la voluntad social dominante.

3) Que la estructura política básica de un país no puede imponerse por simple mayoría absoluta --poco más de la mitad de los ciudadanos--, sino que ha de ser fruto de un consenso muy amplio, que la ponga a cubierto de los vaivenes electorales.

Todo proceso de diálogo deberá partir de estos presupuestos. Sin contraponer soberanías, ni apelar a una pretendida legitimidad histórica superadora de la legalidad democrática. Aceptando los hechos como son. Los unos y los otros.