Los nervios del primer día ya han pasado. Apenas llevan tres semanas de su primer curso como universitarios. ¡Cuántas ilusiones cumplidas y cuántas incertidumbres por despejar! Son los nuevos universitarios, que hace poco aún dudaban qué estudiar, y en bastantes casos dónde estudiarlo. A la angustia de superar con éxito la prueba de Selectividad, añadían la de acertar en una decisión trascendente: escoger cuál era su carrera deseada.

La elección de sus estudios universitarios es uno de los pasos más importantes que debe dar un joven a los diecisiete o dieciocho años, si forma parte del colectivo privilegiado que accede a la educación superior. Diversos factores incluyen en su decisión: vocación, recursos familiares, calificaciones obtenidas en el bachillerato, confianza en su capacidad intelectual, oferta académica de la institución universitaria próxima, disponibilidad para desplazarse del domicilio familiar, etcétera. Todos estos aspectos vitales condicionan las preferencias de unas enseñanzas frente a otras a la hora de cumplimentar la solicitud de plaza en la universidad. Unos enfatizan en exceso el valor abstracto de la vocación, otros se resignan -en muchos casos no tienen otra opción- a que el nivel de renta familiar limite su horizonte formativo, en que la duración no sea demasiado larga o se pueda realizar sin irse a otra ciudad.

Por si no fuera bastante confuso el escenario en el que optan por la historia o el derecho, por la ingeniería o la filología, estos alumnos recién llegados al primer curso se enteran al poco tiempo de familiarizarse con las aulas o los nuevos compañeros, de que el listado de carreras universitarias se halla en fase de revisión.

A través de sus colegas o en alguna dependencia de su facultad o escuela se enteran -incluso, a veces, con sorpresa- que dentro de pocos años las titulaciones serán diferentes. Los nombres cambiarán; bastantes de los actuales serán sustituidos por otros distintos.

Oyen, igualmente, que la organización de la enseñanza también se alterará profundamente. La primera fase de los estudios se denominará de grado y su duración será más corta que muchas de las titulaciones actuales. También les dicen que luego podrán seguir formándose con otras enseñanzas, llamadas de postgrado, cuyo coste en las universidades públicas aún, hoy en día, no está claro que pueda ser tan asequible como las actuales licenciaturas o ingenierías.

Ante tanta incertidumbre, bastantes jóvenes sentirán el vértigo ante lo desconocido y se preguntarán: "¿Para esto hemos dado tantas vueltas a cuál era la carrera deseada? ¿En el futuro mi título seguirá valiendo?". El momento presente es un momento de cambio: es un salto adelante. La "europeización" de las titulaciones sólo puede traer beneficios. Traerá beneficios si se hace bien, si el salto es prudente y decidido, si se avanza en beneficio de los ciudadanos y no al socaire de lo que dicten intereses corporativos, de profesores o de organizaciones profesionales.

Ningún cambio deberá perjudicar a los actuales estudiantes; al contrario, los nuevos planes de estudio, que a finales de la presente década se implanten, también tendrán que dar acogida a quienes estando previamente en la universidad, deseen seguir aprendiendo por los nuevos caminos que se abran en sintonía con los otros sistemas de educación superior europeos. Pon tanto: interés por los cambios, mucho; miedo por lo que pueda pasar, ninguno.

Tan pronto como en una familia se plantea la selección de la carrera deseada, por la chica o el chico que aprueba la Selectividad, ocurre de un modo espontáneo que muchas personas se interrogan sobre por qué en una universidad determinada no se oferta cierta titulación. Las quejas se acrecientan si existe una demanda apreciable de esos estudios; así pasa con bastantes carreras técnicas o del ámbito de la salud. Planteado el problema de forma simplista, la lógica de la calle lleva a que cada universidad debería programar las enseñanzas más demandadas y abandonar las restantes. Nada más absurdo, ni más contrario al avance de la ciencia y al progreso cultural de un pueblo.

La formación de un grupo de buenos profesores lleva tiempo. La docencia precisa procesos reflexivos, madurados con los años, para ser de calidad. Los contenidos no se seleccionan como los productos en un mercado, ni los métodos educativos se implantan con la rapidez con que se producen piezas industriales. La educación superior debe huir del utilitarismo como se huye de los peores males. No obstante, las enseñanzas de una universidad deben estar en permanente revisión, la oferta de carreras ha de evolucionar con la capacidad de crear y transmitir ciencia que tenga la institución y, a la vez, ha de ser sensible a las expectativas sociales y laborales de los ciudadanos del territorio más próximo.

En contrapartida a la evolución pausada de la oferta académica de la universidad, la movilidad de los jóvenes estudiantes, a la búsqueda en otras geografías de su carrera preferida, debe ser estimulada y posibilitada por los poderes públicos. No se trata tan sólo de que se eliminen los trámites burocráticos para que se pueda desplazar a otra ciudad, más o menos cercana, en cuya universidad satisfagan sus expectativas supuestamente vocacionales. Que sea posible su desplazamiento significa que el alumno, y su familia, puedan atender los gastos adicionales de vivienda y alimentación que dicha decisión conlleva. Sin embargo, la realidad prueba que ésta es una asignatura pendiente en la sociedad en que vivimos: las familias con recursos suficientes satisfacen los deseos de sus hijos de irse a estudiar la carrera a otra parte, mientras que los alumnos cuyos padres son trabajadores manuales o modestos empleados no tienen a su alcance semejante "lujo". He aquí una flagrante desigualdad social o, simplemente, una injusticia intolerable, si afecta a jóvenes capacitados para acometer con éxito cualquier experiencia académica por difícil que sea.

No hay en España un sistema eficiente de ayudas que facilite el desplazamiento de los estudiantes a centros alejados del domicilio familiar. No existen becas suficientemente dotadas ni préstamos o créditos bancarios avalados por los gobiernos a los que acudir. El sistema universitario no puede seguir estando sometido a esa traba por mucho más tiempo. Las cotas superiores de excelencia que se exigen en la educación superior no serán factibles con alumnos obligados a estudiar lo que no desean. Tampoco lo posibilitaría la implantación de cheques escolares, como sueñan los ultraliberales, situados en el extremo ideológico contrario.

La ilusión de los jóvenes es uno de los principales capitales que posee un país. Sus inquietudes, sus deseos de conocer, sus anhelos de futuro deben formar parte de las prioridades de los gobernantes. La formación de las nuevas generaciones marcará el progreso global de la sociedad. El compromiso social de la universidad emerge en los tiempos actuales como uno de los más destacados instrumentos de transformación social. El proyecto común de convivencia de los europeos estará condicionado, para bien o para mal, por la orientación que se dé a la educación superior , y por los recursos que se destinen al efecto. En este contexto, deben vincularse estudios universitarios y desarrollo socioeconómico, formación superior y creación de empleo.

El correcto ajuste que hagan las universidades de su oferta académica con las preferencias de los alumnos, en cuanto a las carreras que desean cursar, es un objetivo crucial que han de perseguir los dirigentes de las instituciones de educación superior con visión de futuro. Lo deberán afrontar con la misma altura de miras e imaginación que el equilibrio entre la formación de profesionales y la formación de ciudadanos, rasgo definitorio de la primera misión de la universidad del mañana.

Ex rector de la UJI y, en la actualidad, catedrático y director de la Cátedra UNESCO de Gestión y Política Universitaria de la Universidad Politécnica de Madrid