El pasado 22 de julio el PSOE celebraba su homenaje a José Luis Rodríguez Zapatero con motivo del décimo aniversario de su nombramiento como secretario general del partido.

Ese día del año 2000 un joven Zapatero, diputado por León desde 1986, provincia de la que era máximo dirigente socialista, ganó el XXXV Congreso Federal de su partido con el apoyo de guerristas --que siempre odiaron a Bono-- y socialistas catalanes de la mano de Pascual Maragall. Aquello fue más bien la derrota del castellano-manchego, que se antojaba como imbatible y que todo el mundo entendía como el sucesor natural del felipismo.

Zapatero, líder de la corriente reformadora Nueva Vía, logró la victoria por escaso margen y sin embargo se comportó desde el principio como si contara con mayoría absoluta y decidió dirigir el partido con mano de hierro (en guante de seda).

Laminó en poco tiempo a la vieja guardia felipista a pesar de que desde un principio abogó “por modernizar el partido sin renunciar a la herencia recibida”, y poco tardó en prescindir también de casi todos los que le apoyaron y auparon a la secretaría general y a la presidencia del Gobierno: Jesús Caldera, Juan Fernando López Aguilar, Jordi Sevilla…

Zapatero aterrizó repitiendo su mantra “talante, talante, talante” apostando por un cambio tranquilo y una oposición al Gobierno de Aznar que él mismo calificó de “constructiva”. Ese entendimiento inicial dio lugar a dos grandes acuerdos: el pacto por las libertades y contra el terrorismo (que más tarde traicionó) y el pacto por la justicia. Pero muy poco tardó en olvidarse del diálogo para enseñar los dientes y engrasar una oposición feroz, sectaria y demagógica que se despertó tras el hundimiento del Prestige y que recrudeció en una campaña electoral, la del 2004, marcada por los terribles atentados del 11-M.

Muchos confundieron al secretario general casual y presidente del Gobierno casual con un Bambi de fuelle frágil que construyó un discurso de mensaje fresco que entonces cautivó pero que pronto convirtió en una estrategia de confrontación con la que trató de dejar a la mitad de España fuera del juego democrático al intentar aislar a la derecha política y colocarla fuera del sistema.

La prueba de que tras la fachada del talante se escondía un sectario impenitente la tuvimos con el pacto del Tinell, uno de los documentos políticos de mayor trascendencia, por su contenido antidemocrático, que se han firmado en nuestro país. Ese pacto marcó la primera legislatura y supuso la entrega de Zapatero a manos del nacionalismo y el compromiso del socialismo con una idea confederal de España que nada tenía que ver con el espíritu de la Transición española.

Zapatero abrió en canal el concepto de nación sin tener la menor idea de cómo iba a cerrarlo. A la vista está el resultado de su frivolidad tras “regalar” un Estatuto que una mayoría de catalanes sensatos ni necesitaba ni reclamaba.

Pero si la primera legislatura la aprovechó para intentar pasar a la historia como el “hacedor” de la paz con ETA y el impulsor de una nueva estructura territorial del Estado español, la segunda ha resultado ser la confirmación de que ZP es pura fachada, incapaz de asumir las responsabilidades de un presidente del Gobierno. Negó la llegada de la crisis por conveniencia electoral y mantuvo el embuste hasta que fue imposible esconder las evidencias. Y entonces decidió inmolarse en sus contradicciones.

El pasado jueves, a pesar de los 5 millones de desempleados y los miles de empresarios que han enterrado sus ilusiones, el de León se atrevió a proclamar que “estamos mejor de lo que parece” apelando a ese optimismo antropológico que empieza a ser un verdadero lastre para la necesaria y ansiada recuperación económica.

Este homenaje a una década “prodigiosa” llega en el declive de su mandato, con las encuestas en contra, con una credibilidad dentro y fuera de nuestras fronteras que se agota. Pero los socialistas necesitan apuntalar al jefe, sostenerlo con vigas para que aguante hasta el 2012. Aunque ello suponga dejar el país a oscuras. H