Con la imposición de la ceniza el próximo miércoles comienza la Cuaresma. Durante 40 días, Dios mismo nos llama a la conversión de mente, de corazón y de vida su amor misericordioso y al amor comprometido con el prójimo. En estos días resuena con fuerza la llamada a la renovación de nuestra fe y de nuestra vida cristiana. El fruto de haber acogido a Cristo en la fe “es una vida que se despliega según las tres virtudes teologales”, nos dice el santo padre en su Mensaje para la Cuaresma.

La caridad, el corazón de la vida cristiana, pide que miremos con atención a nuestro alrededor: el prójimo necesitado está a nuestro lado. No podemos ser extraños los unos a los otros, ni indiferentes a la suerte del prójimo. Muchas veces prevalece la indiferencia y el desinterés hacia el otro, fruto del individualismo y del egoísmo; nos refugiamos en el latiguillo de que ‘es su vida’, que hay que respetar la esfera privada de cada cual. Con frecuencia se trata de una excusa encubierta y de un desinterés egoísta por el otro. El mandamiento del amor al prójimo exige tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad respecto a nuestro prójimo. Si cultivamos una mirada de fraternidad hacia el otro, la solidaridad, la justicia, la misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón.

La responsabilidad para con el prójimo significa querer y hacer el bien del otro, deseando que también él se abra a la lógica del bien; interesarse por el hermano significa abrir los ojos a todas sus necesidades no solo las materiales sino también las espirituales. El amor al prójimo comprende también la solicitud por su bien espiritual. El Papa nos recuerda un aspecto de la vida cristiana que casi ha caído en el olvido: se trata de la corrección fraterna con vistas a la salvación eterna. Hoy somos generalmente muy sensibles a la caridad en relación al bien físico y material de los demás, pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual para con los hermanos. No era así en la Iglesia de los primeros tiempos y en las comunidades maduras en la fe, en las que las personas no solo se interesaban por la salud corporal del hermano, sino también por la de su alma. Cristo mismo nos manda reprender al hermano que está cometiendo un pecado. H