Ayer desperté con una palabra que vino por azar a mi mente: serendipia, todavía no admitida por la Real Academia de la Lengua Española, pero sí por la inglesa de la cual procede (serendipity), un antiguo neologismo en la época de su incorporación a la literatura que hoy comienza a estar de moda en algunos círculos filosóficos. Figura que se aplica a aquel descubrimiento inesperado cuando se ha estado buscando algo diferente; una casualidad o coincidencia, si se quiere, que se da en las ciencias, en la tecnología, en la literatura o en cualquier otra actividad humana.

Aparentemente, la serendipia elimina todo esfuerzo y resulta ser un caso fortuito, absolutamente casual. Pero, yo creo que no es así. Es cierto que a Alexander Fleming se le coló un hongo en una de sus preparaciones y de allí nació la futura penicilina. Umberto Eco ha sido capaz de atribuir a una serendipia el descubrimiento de América. Isaac Newton vio caer la manzana del árbol, hecho que le sugirió la fuerza de la gravedad. Y así podríamos citar numerosos descubrimientos e inventos.

No obstante, si el científico o el navegante o el físico hubieran permanecido quietos en sus casas, sin pensar, no hay serendipia que valga. La inspiración, como alguien dijo, llega trabajando. Hay pocos vagos inspirados en los que la palabreja se apee.

Un estudiante puede tener suerte en los exámenes, pero cuanto más sabe más suerte tiene. El trabajo y el esfuerzo propician los efectos colaterales. Algo que se olvida con frecuencia.

Hoy, cuando las condiciones son tan desfavorables en nuestra vieja Europa --donde, según su etimología, se pone el sol--, el trabajo ha dejado de ser (si lo fue alguna vez) un castigo divino para convertirse en una bendición humana. Díganlo, si no, esos miles de parados. Y pensemos que Adán no fue perezoso, pues bastante tenía con ordenar (no someter) las especies y fijar sus nombres. Era, sin duda, un esforzado trabajador.

La casualidad y la coincidencia (léase serendipia) existen, no cabe duda, pero sin el esfuerzo, sin el trabajo se quedan en un mero flatus vocis, como decían los escolásticos, un simple soplo de voz. Para quienes no se esfuerzan ni trabajan no hay serendipia que les acompañe, salvo el sopor que les inmoviliza. H