La otra tarde conocí a Hugo. Se trata de un chico de ocho años, hijo de mi querida amiga Cristina Feijoo. Un niño que en el tiempo que pudimos departir, claramente, se declaró amigo mío. Es un chaval guapo, al que le van bien las gafas que lleva, porque le dan un aire de intelectual. Sí; no es exagerado decirlo porque, sin duda, lo es pese a su corta edad. Es muy inteligente, seguro de sí mismo, formado, razona bien, tiene criterio, es despierto, ingenioso, con poderosas convicciones y, además, posee una enorme capacidad para el diálogo. No es, ni de lejos, el particular niño repelente, envanecido y pagado de sí mismo. Muy por el contrario, es abierto, cordial, simpático, alegre y muy deportista, al extremo que juega muy bien al fútbol, y corre que se las pela. De hecho, me dio sendas palizas corriendo y regateándome con una habilidad que, en modo alguno, pude superar. Bueno, a decir verdad, nunca he sido muy diestro en ese deporte.

Pero, con todo, lo que más llamó mi atención fue su educación esmerada y el que me hablara con tanta consideración y deferencia. Es algo que en la niñez, la adolescencia y la juventud, lamentablemente, estamos perdiendo últimamente a pasos agigantados. Envidio el culto a los mayores de los japoneses y chinos, herencia de las doctrinas de Confucio, porque pienso que aún muchos tenemos cosas que aportar a la sociedad. Por el contrario, deploro el menosprecio descortés, con que se nos suele tratar, de un tiempo a esta parte, en nuestro país. Quisiera recordar que senado, la alta institución parlamentaria del estado, viene de senex (senil, senectud,..) que significa anciano. Por ello me quedé tan satisfecho, llamando a Hugo, mi amigo.

*Cronista oficial de Castelló