Cada año, en la mañana de Pascua resuena el anuncio: «¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!». El cuerpo de Jesús, enterrado con premura el Viernes Santo, ya «no está aquí», en el sepulcro donde las mujeres lo buscan al despuntar el primer día de la semana. ¡Cristo ha resucitado! (cf. Mc 16,6). El cuerpo de Jesús no está en la tumba: no porque haya sido robado, sino porque ha resucitado. En Cristo ha triunfado la Vida de Dios sobre el pecado y la muerte. El Resucitado une de nuevo la tierra al cielo, reconcilia a los hombres con Dios y entre sí, y se convierte en principio de la fraternidad universal. Jesús ha destruido el pecado de Adán y la muerte. La resurrección es el signo de su victoria, el día de nuestra redención.

Cristo ha resucitado verdaderamente. La resurrección es un acontecimiento real e histórico, y no fruto de una experiencia mística o una historia piadosa. Este acontecimiento sobrepasa la historia, pero sucede en un momento preciso de la historia. El que murió bajo Poncio Pilato es el Señor resucitado de entre los muertos. La luz que deslumbró a los vigilantes del sepulcro ha atravesado el tiempo y el espacio y ha traído al mundo el esplendor de Dios, de la Verdad, del Bien y de la Belleza.

En la Pascua de Cristo está la salvación de la humanidad. Sin ella no habría esperanza alguna: la muerte sería inevitablemente nuestro destino, y la división, el odio, la mentira, la avaricia y el poder del más fuerte tendrían la última palabra en la vida de los hombres. La Pascua ha invertido la tendencia. La resurrección de Cristo es una nueva creación, la nueva savia, capaz de regenerar la humanidad. Y por esto da fuerza y significado a toda esperanza humana, a todo deseo de cambio y progreso verdaderamente humanos. La última palabra no la tienen ya la muerte, el pecado, el mal o la mentira, sino la Vida, la Verdad, el Bien y la Belleza de Dios.

Cristo ha resucitado para todos. ¡Feliz Pascua de Resurrección!

Obispo de Segorbe-Castellón