No es el amor lo que alimenta la industria del romance, sino la incesante búsqueda de una quimera. Es la dramatización de la cruzada por el amor lo que nos arranca suspiros y nos distrae hasta el punto de olvidarnos del verdadero amor, aprendiendo a disfrazarlo de pequeños gestos que recogemos en la cosecha constante de la ficción. Nos imaginamos cómo será conseguir lo imposible, cómo nos sentiremos cuando seamos los protagonistas de esa historia inaudita que hemos interiorizado a golpe de películas, novelas y publicidad. Desfloramos margaritas soñando cómo será vivir el delirio de estar enamorado y, espejismo a espejismo, nos empachamos con un vacío azucarado. Nos damos un atracón de esa nada azucarada, pero con el tiempo nos damos cuenta de que seguimos con hambre. Es todo apariencia, la aventura gamificada de algo que nos han enseñado a querer hasta el punto de necesitarlo y que han enterrado bajo toneladas de pantomimas para que jamás podamos encontrarlo.

Esto es especialmente evidente en los programas de televisión que venden la búsqueda ajena del sueño enamorado. Los hay de mil tipos y la mayoría consiguen convertirse en un producto de éxito. Hace poco Netflix rescató del olvido un programa británico en el cual los participantes llevan máscaras de animales y así se conocen y van seleccionando a su pareja ideal. La idea es ayudar a los participantes a ver más allá del físico y conectar a nivel emocional. Una vez han elegido con el corazón, se quitan las máscaras y el espectador comprueba que todos los participantes son jóvenes y atractivos, y que no han aprendido nada y continúan siendo superficiales. Hay muchas cosas que no funcionan en este programa, pero la constante que más me escuece, y que veo repetirse en todos los realities que pretenden vendernos la misma miseria seudorromántica, es la insultante juventud de los participantes. Con 19 años ya se autoproclaman desastres en el amor. Con 22 miran trágicamente a cámara y dicen que lo han intentado todo y que no saben qué más hacer para encontrar a su persona ideal. Con 25 se ponen el sambenito de «solterón» y con 28 se dan a sí mismos por perdidos.

Encontrar su otra mitad

Hemos vendido tan bien que hay una persona perfecta para nosotros que mágicamente hará que todo sea fácil y bonito que, si no la encontramos, jamás seremos felices. Les hemos convencido de que están incompletos y deben encontrar su otra mitad en un corazón ajeno. Vemos el amor como una cura. El amor se convierte en una fórmula hueca que denominamos «pareja», una rutina de trueque constante en la que aprendemos a querer a otros para no tener que aprender a querernos a nosotros mismos. Y nos volvemos adictos a las dosis de amor que recibimos, midiendo nuestra valía a golpe de apreciación ajena. Consumimos esa validación externa en éxtasis, y esos pequeños gestos prefabricados que aprendemos de las ficciones románticas se convierten en la moneda oficial de esta tierra de miedo y soledad. Que nos quieran otros, que el mundo nos enseñó a odiarnos a nosotros mismos y lo hacemos demasiado bien como para parar de hacerlo.

Lo cierto es que el amor de tu vida eres tú y aprender a quererte es lo más importante. Necesitarás invertir tu precioso tiempo en hacerte feliz, en descubrirte a cada paso del camino. Y así, caminando, quizá encuentres con quién compartir la aventura de conocerte. Pero las prisas nunca fueron buenas compañeras. Quiérete un rato, y así podrás enseñar a otros a quererte como quieres que te quieran de verdad.

Periodista y músico