Llevo días sin poderme quitar de la cabeza a las mujeres de Afganistán. Sí, lo sé. ¡A buenas horas!, pensarán ustedes con toda la razón. Pues sí, a buenas horas. Y cuando me lo repito, el malestar me asfixia. Y sé que no solo me pasa a mí. A mi alrededor leo y escucho todo el día a personas --casi todas mujeres, tengo que decir-- preguntando angustiadas en las redes sociales cómo pueden ayudar a las mujeres afganas y que estas salgan de su país. Lo preguntan por Facebook, Twitter, por WhatsApp o en persona y son mujeres normales, sin cargos de representación ni de decisión, mujeres que no están en mesas redondas de gabinetes ministeriales, en foros de la Unión Europea o en gobiernos autonómicos que puedan forzar al Gobierno español a abrir sus puertas. Son mujeres angustiadas, solidarias, que quieren saber cómo contribuir a impedir que sus iguales en otra parte del mundo vuelvan a ser, literalmente, enterradas en vida, como lo fueron anteriormente ellas en su país y otras muchas en los suyos --también aquí-- a lo largo de la historia (todavía recuerdo el relato de muchas españolas que narraban cómo temblaban, físicamente también, cuando las tropas franquistas entraban en sus pueblos).

Vivimos cómodamente en países occidentales alejados de lapidaciones y subastas públicas de niñas y adolescentes pero donde permitimos que, como en Kabul, decenas de mujeres sean asesinadas por hombres cada mes. Y no quemamos contenedores ni asaltamos parlamentos pese a que sería lo mínimo que en cualquier país harían los hombres en nuestra situación si la rabia por la opresión y el maltrato no les dejara ni respirar. Nosotras, no. Nosotras ni rompemos nada ni, en la mayoría de las ocasiones, acudimos a las concentraciones o minutos de silencio cuando cae una de nosotras apuñalada por un integrista posesivo. «No puedo porque estoy en el trabajo, me viene fatal por la hora, a la siguiente seguro que no fallo, es indignante como los políticos no hacen nada para frenar esta sangría....» pero la vida sigue y a mí no me toca. Y me pregunto hasta cuándo una puede vivir siguiendo así, sin que no le toque nada. No acuso a nadie, que conste, lo digo por mí misma. Hasta cuándo puedo seguir viviendo así, entre la complacencia y la rabia. Entre hacer y no hacer.

Los soldados de EEUU, el presidente afgano, el personal de las embajadas, los extranjeros, los adinerados ya se han apresurado a salir corriendo para salvar sus vidas del caos que casi siempre ellos mismos han contribuido a generar, pero nosotras, las mujeres, el principal objetivo de los integristas talibanes allí, estamos perdidas. Están perdidas. Sin dinero y con los hijos a cuestas son carne de cañón para los integristas islámicos.

Utilicemos cualquier escaparate que tengamos (redes sociales, grupos de amigos) para sumar gente. Y si todavía así pensamos que es insuficiente, gritemos. Al menos gritemos. Muy alto, muy fuerte y sin cesar. Tantos siglos de silencio algún día se tienen que romper. Que sea ahora. Por ellas y por nosotras.

Periodista