Opinión | EL TURNO
Sefardíes en Monterrey
Aterricé en Monterrey el verano de 2017. Una ciudad en medio del desértico norte de México con hermosas elevaciones que superan los 2.000 metros de altura. El calor era aterrador; el tráfico y la contaminación, espeluznantes. Y, a pesar de todos sus defectos, encontré su belleza y pronto su gente me hizo sentir como en casa. Fue entonces cuando me contaron su historia.
El edicto de Granada firmó la expulsión de los judíos de España. Todos aquellos que no se hubieran convertido al cristianismo debían abandonar la Península. Algunos renunciaron oficialmente a su fe pero seguían su práctica en la intimidad. La Inquisición acechaba y no fueron pocos los que pusieron rumbo al Nuevo Mundo, donde había más permisividad.
Inicialmente se instalaron en Ciudad de México y gozaron de ciertos años de tranquilidad, hasta que las garras de la Inquisición alcanzaron ese territorio. La Corona tuvo una idea. A finales del siglo XVI, España necesitaba colonizar el norte de México. Francia había llegado a la Luisiana y su avance solo podía ser frenado con la ocupación de la tierra. Se necesitaban colonos. Así, una docena de familias de dudoso catolicismo se trasladó hacia el norte de México. Una verdadera heroicidad.
Monterrey fue fundada en 1596 por Diego de Montemayor, Alberto del Canto y Luis de Carvajal y de la Cueva, judíos conversos cuyos linajes habían abandonado España tras la expulsión de 1492 y ahora debían demostrar su lealtad a la Corona para evitar que se indagase en la veracidad de su sentimiento católico. Pasaron los años y ese catolicismo acabó imponiéndose al viejo y a menudo disimulado judaísmo.
Muchas familias olvidaron aquellas raíces, que brotan hoy de repente, cuando España abre la puerta a recuperar la nacionalidad española a los descendientes de aquellos sefardíes. Y así, los Maldonado, Garza, Treviño y Sada recuperan un pasado que en muchos casos desconocían. Ya entienden por qué el cordero es plato estrella en su mesa, en los pueblos de los alrededores se vela a los muertos en el suelo o se tapan los espejos en la casa del difunto. Todos siguen siendo profundamente católicos, pero saben que en sus ancestros eso no siempre fue así.
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