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Pere Cervantes

AL CONTRATAQUE

Pere Cervantes

Fresas en noviembre

Cuando lea esta columna puede que la inflación ya ostente dos peligrosos dígitos y el precio de un aguacate se equipare al del litro de gasoil. Que Vladímir Putin siga volcando el vómito de su bilis sobre bucólicos pueblos ucranianos. Que el Real Madrid haya vuelto a hacer de las suyas en Europa frente a un Chelsea sin oligarca, o que Don Arturo Pérez Reverte se haya visto obligado a responder a algún imbécil con ganas de gresca en Twitter.

Tal vez sea la política interior la que abra los telediarios, en lugar de las crudas imágenes de una guerra latente que como todas termina por hastiarnos. Sobre todo si estamos a resguardo de ella. Y de eso le quiero hoy hablar, de la saturación mental y sus efectos. Este siglo que habitamos nació torcido con el terrorismo islámico y parece tarea compleja la de enderezarlo ante los efectos de un cambio climático en ciernes, una pandemia persistente y una incomprensible guerra en Europa. A pesar de que nuestra cabeza intenta procesar esta invasión de noticias afiladas, repletas de mala leche, a estas alturas de la película cada uno de nosotros ya ha hallado su propio refugio. ¿Se imagina que en lugar de darnos datos de la inflación de los precios nos proporcionaran datos de la tristeza? Decía Josep Pla que «la melancolía es un asunto otoñal». No sé yo, admirado señor Pla, si usted seguiría diciendo lo mismo si viviera en estos tiempos que corren. La tristeza y la melancolía también se han globalizado. Al igual que a día de hoy encontramos en cualquier supermercado fresas en noviembre, a la tristeza le ha sucedido un poco lo mismo. La podemos consumir en cualquier estación del año. Y la tristeza, como la alegría, es contagiosa. Ay, la alegría. ¿Dónde está? ¿Se quedó en los ochenta escuchando a Mecano mientras soñábamos con un mundo mejor? ¿O todavía habita en los noventa escuchando chistes de Chiquito de la Calzada? Hay quien dice que la pandemia --ojo, que todavía está viva y coleando-- nos ha robado dos años de vida. No se lo voy a discutir, pero no podemos vivir agazapados en la oscuridad de los días. Los mercados de valores son un terreno que desconozco y desconoceré. Pero una vez me contaron que un rumor optimista tiene más poder que el silencio.

Consumir buenas noticias

Así que en estos tiempos que corren hablemos de las cosas bonitas que todavía suceden a diario. De los gestos humanos que consiguen erizarnos la piel. El otro día en una comida familiar propuse la idea de crear un perfil en una red social dedicado exclusivamente a compartir buenas noticias. Una de mis hermanas sonrió condescendiente y me mostró en la pantalla de su móvil un perfil en Twitter llamado @gudniusco, en el que se presentan de la siguiente manera: «Somos un medio digital dedicado a resaltar buenas noticias e información positiva». Por un momento me vine abajo al igual que me ocurre cuando descubro que el título que tenía previsto para una novela ya existe. Aun así me ilusionó que alguien hubiera pensado en la necesidad urgente que resulta ser el consumir buenas noticias. Mi inicial euforia cayó en picado cuando observé que tenían 555 seguidores. Conclusión: no nos atraen las buenas noticias. Y sin embargo, esa voz interna, algo ingenua, que todavía me acompaña allí donde voy, le susurra a mi corazón que si ponemos el foco en lo bueno podemos dar un vuelco a este presente melancólico y triste del que no logramos deshacernos.

Dejemos que la tristeza tenga su propia estación, como decía el bueno de Pla, y no compremos fresas en noviembre. Tal vez así cuidemos más el planeta, regrese a nosotros la añorada alegría y no se nos pudra el alma.

Escritor

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