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Pere Cervantes

AL CONTRATAQUE

Pere Cervantes

Un sugus de piña

Hubo un tiempo, en un lugar no muy lejano, donde el niño que ahora escribe recorría las calles del barrio de la mano de su madre. Las tiendas que visitaban con cierta regularidad componían un parque de atracciones para los sentidos.

En una de ellas al cruzar la puerta principal se escuchaba el tintineo de una campana. Una vez dentro el poderoso aroma a café recién hecho les remitía a las mañanas en su propio hogar. En los laterales, perfectamente ubicadas, llamaban la atención las esferas de cristal que contenían cada una de las variedades de café torrefacto que se vendía a granel. Mientras el niño que ahora escribe esperaba pacientemente a que la mujer terminara de servir el pedido, recibía de esta un guiño que solo podía tener un significado: «por haberte portado bien te voy a dar unos Sugus». Así que impregnado de ese café venido de las Américas, al salir a la calle desenvolvía uno de los caramelos masticables, a poder ser el de color azul, el de sabor a piña. Y masticando con fruición ese caramelo que se aferraba a las muelas, les saludaban risueños, a través del cristal, cada una de las personas que regentaba un negocio.

La ciudad delegaba en sus barrios –y estos en sus calles–, la tarea de adoptar las costumbres de un pueblo, que no eran otras que las de cultivar la proximidad y hacer del vecindario una extensión de la familia. La siguiente parada del recorrido era una «granja» –así denominaba la madre del niño a la lechería del barrio– cuya puerta de madera y cristal ya advertía de la posibilidad de adentrarse en otra época y en otro lugar, a pesar de que el local estuviera ubicado en una céntrica calle de la Barcelona de los años setenta.

Producto estrella

El señor que atendía detrás de un expositor de cristal, donde mostraba las distintas viandas lácteas, siempre tenía en la recámara una sonrisa preparada para el niño que ahora escribe. Madre e hijo observaban con atención como el lechero trasegaba con orgullo su producto estrella de un bidón de metal a una botella de cristal. «¿Hoy no quieres nata?», le preguntaba al niño al tiempo que este asentía divertido con la cabeza mientras su madre respondía «hoy no es domingo». Y es que los domingos de invierno el niño que ahora escribe y sus hermanas se despertaban con el aroma de una taza de chocolate caliente acompañada por un montículo de nata fresca. Cuando el lechero le indicaba con un dedo que lo siguiera hasta la trastienda, el niño solicitaba permiso a su padre con una mirada y ella asentía con media sonrisa. La trastienda era otro mundo. Un ejército de quesos, yogures, crema catalana y bidones de leche ocupaban gran parte del espacio. También había una mesa con una radio encendida que murmuraba algo sobre la democracia, esa recién nacida, y un ejemplar de la prensa deportiva. El hombre le ofrecía una cuchara y le permitía meter mano en una olla que contenía nata acabada de montar. Una vez saciado, abandonaba de la mano de su madre ese lugar de otra época al que él tenía acceso de tanto en tanto.

A menudo el niño que ahora escribe, echa de menos la esencia de las cosas. Esas grandes ciudades que contenían pequeños pueblos. El calor humano que se incorporaba con naturalidad en cada transacción. Por eso entiende la mueca de desagrado de su hijo cuando hoy le pide que le acompañe al supermercado. Ya no hay parques temáticos de los sentidos. Ya nadie te invita a catar nata de leche fresca. Ya nadie te regala un Sugus de piña.

Escritor

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