Barraca y tangana
Fobias gratuitas
A veces cojo manía a gente que no me ha hecho nada, ni bueno ni malo
No soy la mejor persona del mundo. Algunos ya lo habréis intuido desde hace tiempo, porque no hace falta ser muy listo para verlo. No soy la mejor persona del mundo, pero al menos lo admito. Si estoy viendo un partido de mi equipo, uno de mis futbolistas derriba a un rival, el árbitro pita falta y mi futbolista va a disculparse con el contrario… bueno, vale, eso todavía lo tolero. Pero si luego va a pedir perdón al árbitro, y después al compañero que se acerca, y otra vez al que está aún en el suelo… eso ya me molesta un poquito. ¿Qué quiere este? ¿El Nobel de la Paz? ¿Quién se ha creído? ¿Nelson Mandela?
No soy la mejor persona del mundo, pero en esta historia no soy el único. No me siento solo en esto, ni mucho menos. A veces cojo manía a gente que no me ha hecho nada, ni bueno ni malo, y me pasa especialmente con los futbolistas. De repente ves a uno que sale al campo a jugar con las medias bajas y ya le pones la cruz por llevar las medias bajas. Increíble afrenta llevar las medias bajas. A quién se le ocurre llevar las medias bajas. En este pueblo somos personas civilizadas: comemos las mandarinas gajo a gajo, pagamos impuestos y no jugamos con las medias bajas.
A medida que cumplo años, esto de la fobia gratuita me pasa con más frecuencia. Últimamente no soporto a los que tienen apellidos que parecen nombres. Sergi Roberto, vamos a ver, por ejemplo. Sergi es nombre y Roberto también es nombre, no puede ser apellido. ¿Soy el único que se ha dado cuenta? Lo estoy escribiendo ahora y me caliento. ¿Por qué se permite? Los nombres son nombres y los apellidos son apellidos. Urge una ley que regule esto. Al menos lleva las medias como toca, Sergi Roberto.
No soy la mejor persona del mundo, tampoco la más despierta. El lunes me invitaron a la radio. Conectaban con otra emisora y en el estudio estaba solo, esperando. A través de la cristalera podía ver al técnico de sonido que me hablaba por línea interna. Mientras escuchaba los anuncios previos a mi intervención, tosí un poco. El técnico me indicó que sobre la mesa tenía el botón de la tos y añadió que, si tenía tos, pulsara el botón de la tos. Y efectivamente, sobre la mesa había un botón donde se podía leer la palabra ‘tos’, y le di al botón, con toda mi buena fe, pero no me curó: volví a toser. Menuda estafa el botón de la tos.
No soy la mejor persona del mundo ni la más despierta, pero al menos lo admito. Hasta hace no mucho, si iba a escribir una crónica al estadio, era el más joven de todos. Ahora suelo ser el anciano. La última tarde me senté junto a un chaval que casi debutaba, y de vez en cuando me preguntaba. Asumí con cierto orgullo mi papel de mentor e intenté ayudar como a mí un día me habían ayudado. Todo iba bien hasta que perdí el bolígrafo.
Estuve un buen rato buscándolo. Moví la silla, me levanté y registré los bolsillos del maletín, pero no aparecía el bolígrafo. El chaval me miraba y noté que dudaba si decirme algo. Al final le pregunté si había visto el bolígrafo y con timidez señaló el plástico que cubría el teclado. Resulta que el bolígrafo era del mismo color que el ordenador, lo había tenido a un palmo todo el rato, y yo ya era oficialmente un viejecito sonado. Fue un momento precioso, mi efímera época como mentor. Seguro que el chaval pensó que no hace falta ser muy listo para vivir del periodismo deportivo. Algo es algo. Nadie podría negarlo.
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