Tratar de influir en los representantes políticos para que sus decisiones vayan en un determinado sentido no es algo reprochable, sino que constituye una de las características de la democracia. Pero la diferencia entre capacidad de influencia y poder para decantar voluntades es sutil, y por eso conviene que España regule la actividad de los lobis, es decir, las personas, empresas, bufetes y entidades cuya actividad p consiste en lograr que la Administración tome medidas favorables a sus intereses o los de quienes les pagan. Aunque es difícil un cálculo preciso, se estima que más de mil personas se dedican a esta labor, que los principales países de la UE y EEUU sí tienen regulada.

Simular la inexistencia de los lobis no acabará con ellos, por lo que es mejor darles legalidad y obligarles a un registro oficial. En un país que acumula escándalos de corrupción y donde la financiación de los partidos es un problema no resuelto, reglamentar y controlar a esos grupos de presión es una medida de transparencia que el Gobierno de Mariano Rajoy no debería tardar en impulsar. Esta regulación debería servir para ratificar que, aun dando por legítimos los lobis, no pueden pesar más que el voto de los ciudadanos.