Cada año, al llegar los primeros calores del verano no puedo evitar recordar con nostalgia al entrañable botijo. Y es que, desgraciadamente, la industria cerámica, que es fuente inagotable de riqueza, no ha sabido reciclar a aquellos viejos alfareros artesanos del torno que durante siglos han imitado al mismo Dios en el proceso de creación del hombre.

Aquellos alfareros que bordaban botijos, cazuelas y otros enseres domésticos están a punto de desaparecer porque el plástico los consiguió arrinconar. Cuando no existían las neveras, el botijo era el vientre fresco del verano; era la garantía de frescura durante todo el tiempo de la canícula y ahora se ha convertido sólo en recuerdo, pese a que las nuevas tecnologías todavía no han logrado superar aquellos inventos en que se conjugaban sabiamente los elementos básicos de aire, fuego, tierra y agua.

Seguro que coincidirán conmigo en que el agua de mana de los manantiales de Benasal, L´Avell , Cortes, Toga, Eslida, La Orotana, Los Cloticos y tantos otros, sabría mucho mejor y sería incluso más saludable en la tripa de aquellos queridos botijos.