Durante la semana hemos podido venerar las reliquias de Santa Teresa de Lisieux. Una mujer que falleció siendo poco más que una niña (24 años), y que ha recibido de la Iglesia los títulos de santa, doctora y patrona de las misiones católicas. Todo ello sin salir de su pequeño convento y con un número muy reducido de manuscritos, en comparación con otros escritores católicos.

Lo mismo que aquí, sus reliquias han recorrido docenas de otros países y se calcula que han sido venerados por más de doscientos millones de fieles. En nuestra diócesis, desde luego, por donde han pasado han suscitado devoción sin precedentes.

Este hecho suscita una seria reflexión: nuestra tierra y nuestra gente sigue siendo católica de corazón, aunque el contexto cultural y social en el que vivimos haya cambiado considerablemente. A algunos quizá les extrañe semejante conclusión, pero me parece evidente. He podido ver conmoverse a gente que no frecuenta la iglesia. Posiblemente la complicada vida moderna o la comodidad, provoquen esa ausencia de práctica externa. Pero deducir por ello que la fe escasea, es mucha precipitación. Algún articulista muestra su sorpresa por lo acontecido. Pero Juan Pablo II lo expresó con toda claridad el pasado mes de mayo: "Se puede ser moderno y creyente, sin dificultad".

Mañana es la fiesta de la Inmaculada Concepción de María. Mientras venerábamos las reliquias, miraba yo la hermosa imagen de la Inmaculada del presbiterio de la Concatedral. Y pensaba en la devoción mariana arraigada en el corazón de todos los diocesanos. Ella acompaña la vida de cada templo, de cada pueblo y de cada cristiano; del mismo modo que guió y orientó la vida de Santa Teresita. María nos mira con el cariño que una madre contempla a sus hijos pequeños. El dogma de su Concepción sin pecado original, la diferencia de nosotros, pecadores. Mas, precisamente por ello, sabe que la necesitamos de modo indefectible; y vuelca su amor maternal sobre los hombres.

Las imágenes de la Virgen son una ayuda inestimable para cuantos pasan por delante. Quien las mira con fe, escucha en su corazón los ecos maternales de la que es Madre de Jesús. Sus virtudes son ejemplo y estímulo, por eso la fiesta de la Inmaculada tiene valor imperecedero y es motivo de alegría y esperanza para los hombres del siglo XXI.