«No sé si oye bien, este teléfono es un vejestorio. Me sorprende que funcione». Así iniciamos Eduardo Halfon y yo una charla telefónica esta misma semana, una charla que, en realidad, sigue viva y que comenzó mucho antes, hace años, desde que él escribe y yo leo lo que escribe. Sí, así es, existe un diálogo ininterrumpido, o más de un diálogo: el que Halfon realiza consigo mismo, con su historia familiar, su identidad y su escritura, y otro que establece con cada uno de sus lectores a través de los diversos libros que, siempre lo he dicho, son en realidad uno mismo, siempre cambiante, vivo.

A Eduardo le sorprendía que el teléfono de la habitación del hotel en el que se hospedaba estos días en Madrid, a donde viajó desde Berlín para presentar en la librería Alberti su último libro Un hijo cualquiera (Libros del Asteroide), funcionara todavía, pese a los años, pese a las llamadas realizadas y recibidas durante todos esos años. A mí me sorprendía la naturalidad con que ambos iniciamos esa conversación en la que le preguntaba si estos últimos años, con tanta mudanza –de Estados Unidos a Francia, de Francia a Alemania– y con el hecho de haberse convertido en padre, tenía tiempo para escribir. Para mi sorpresa, me confesó:«¡Nunca he escrito más!»

¿Cómo es posible escribir más con ese ajetreo, con la nueva responsabilidad que conlleva la paternidad? «Yo siempre creí, o siempre decía que, para mí, la escritura necesitaba unas ciertas manías, unas ciertas características a las cuales yo me aferraba como si fueran una religión. Tenía que ser silencio absoluto. Tenía que ser por las mañanas. Tenía que ser en mi casa. Tenía que ser con un café al lado», me explicaba Halfon, para acto seguido afirmar: «tenía toda esta rutina de trabajo que luego resulta ser absolutamente falsa». ¿Cómo falsa? «Llega un hijo, rompe tus horarios, rompe tu privacidad, rompe el silencio, rompe todo, y sigues escribiendo. Dejé de tomar café hace un año, y sigo escribiendo. O sea, en estos últimos cinco años nos hemos mudado de ciudad en ciudad, donde ha habido mucho ruido externo e interno, en mi cabeza, y jamás he escrito más. Pese a ese ruido, o quizás debido a ese ruido».

Efectivamente, quizás uno necesita que, a veces, todo sea caos para encontrar el camino. En su caso, «el hijo vino a poner de cabeza, a romper más bien, esa atadura que yo tenía con la rutina para escribir», y leídos los cuentos de Un hijo cualquiera, esa rotura, ese rompimiento, le fue bien porque amplía su mirada, hacia sí y para sí, y hacia el mundo que le rodea.

‘Haz hijos, Manuel; no libros’

Uno inicia la lectura de Un hijo cualquiera con un epígrafe que extrae de la novela Zama: «Haz hijos, Manuel; no libros». Dicha cita marca en cierto sentido el significado del libro, la visión que tiene Halfon ahora mismo y esa sensación de que ser padre le da significado a todo. «Le da significado y se sobrepone», me comenta, y sigue: «el hacer libros se vuelve un acto menor en comparación a hacer hijos. Hacer un libro es un oficio. Yo igual podría hacer corbatas o pantalones, pero mi oficio es hacer libros, y es un oficio, es un trabajo, que tiene momentos maravillosos, momentos difíciles, momentos mágicos, pero es un trabajo. Hacer un hijo es otra cosa, es lo más difícil y lo más maravilloso que vas a hacer en tu vida, al mismo tiempo. No deja de ser difícil, en ningún momento, y no deja de ser maravilloso, en ningún momento». 

Halfon me comenta que ha notado un cambio importante en su forma de escribir. «Algo cambió en mis palabras, en mi tolerancia, en mi empatía», me explica, y añade: «eso también lo genera la irrupción de la paternidad en tu vida, y más la paternidad a mi edad». 

«El hacer libros se vuelve un acto menor en comparación a hacer hijos»

El escritor tenía 45 años cuando nació su hijo. «No era un padre joven, era un padre ya muy asentado en su manera de trabajar, en su manera de vivir, en sus rutinas», advierte, para acto seguido señalar que «es una irrupción, es una interrupción que toma un tiempo. Ya mí me tomó un tiempo adaptarme a esa nueva vida, y a esa nueva manera de ver el mundo y escribir». Una forma de hacer, sí, pero también una forma de aceptar esa nueva condición, de asimilarlo, le digo. Y me responde: «Exacto. Tú conoces el texto ‘Halfon boy’, de Biblioteca Bizarra, ¿no?». Asentí. «Es ahí –me decía– donde empieza el proceso de aceptación. Yo no acepté el embarazo hasta muy entrado. Es entonces cuando empiezo a escribirle a mi hijo, a hablarle. Yo supongo que cada padre es distinto, pero el proceso de aceptación continúa. No es que ya aceptaste del todo. Es igual que el enamoramiento de mi hijo. Continúa el proceso. No es inmediato. O en mi caso no fue inmediato el aceptar la paternidad, ni tampoco el enamorarme de mi hijo en el momento en que me lo dio el doctor. A mí me llegó un bebé, un bebé cualquiera, un hijo cualquiera. Toma tiempo, toma convivencia, actos». 

Eso es, precisamente, lo que Halfon describe en el primero de los cuentos de este libro, titulado «Un pequeño corte», un relato en el que pone sobre la mesa algo tan importante como la toma de decisiones que afectan directamente a un hijo, esos primeros actos como padre que pueden determinar la vida de un hijo. En este caso concreto, hablamos de una circuncisión. «Es la primera gran decisión de imponer algo en tu hijo», señala el escritor. «Para algunos esa decisión es más fácil», explica, pero en su caso «tiene todo el peso de lo judío. Y ese era mi gran problema, imponer el judaísmo»

«Me gusta no considerar nada resuelto, ni un tema ni tampoco un párrafo o un cuento»

Como decíamos, ese tipo de decisiones pueden marcar el resto de una vida, y uno se da cuenta, quiera o no, que seguirá tomándolas hasta pasado un buen tiempo, como padre, como madre. «Algunas las tomas y otras son cosas que impones casi sin darte cuenta. Amenazas, actitudes, gustos, disgustos, manías, qué sé yo, cosas que vas dándole a tu hijo para formarlo. Eres como el artífice de una vida de alguna manera. A veces intencionalmente, y a veces sin ninguna intención, sólo sucede. Ese peso, me pesa. Esa autoridad, el tener que asumir esa autoridad, me pesa, y es inevitable», me confiesa. Ciertamente, es así, debe ser así, aunque no se suela hablar de la responsabilidad que conlleva la paternidad. «No hay acto que lleve más responsabilidad que ese –me asegura– porque hay una vida en tus manos, una vida nueva en tus manos, que te va a copiar la manera de hablar, que te va a copiar el lenguaje, que te va a copiar el cómo caminas, tus muecas. Y, en casos, más profundos, tu religión. Le vas a dar tu manera de ver el mundo, tu cosmovisión, tu ética. ¿Cómo se la vas a dar? ¿Se la vas a imponer o se la vas a ofrecer como una opción? Yo creo que son temas, y actitudes que un padre ya de mi edad se plantea. O tal vez porque soy escritor y hago ese ejercicio de ensayo con cualquier tema, lo reflexiono, y lo reflexiono constantemente».

Pasado, presente y futuro

En el nuevo libro de Halfon uno vuelve a encontrar todos esos elementos o símbolos que han conformado su universo literario, a los cuales ha incorporado, cómo no, ese «oficio» de padre, y la figura del hijo. Si antes había un pasado, ahora existe un presente y un futuro. Así se lo hice saber y me respondió: «Claro, un presente que es inevitable, porque hay un nuevo ser humano en mi casa, en mi vida, todo el tiempo. Y también mi punto de vista cambió. Ya no puedo escribir sobre mi padre de la misma manera. Son otros ojos los que ven a mi padre, o los que ven hacia el pasado, o a mis abuelos». 

La familia, la religión, la identidad... Eduardo Halfon tiene un peculiar modo de entender la literatura y que tiene mucho que ver con la memoria, a cómo ésta se configura y en cómo las historias que forman parte de ella pueden seguir existiendo, aunque de otros modos. Dicho de otra manera, no deja de reinterpretarla, y de reinterpretarse. «Es duro dar por terminado un tema o una historia. Me gusta no considerar nada resuelto, ni un tema ni tampoco un párrafo o un cuento. Tú lo sabes, has visto cómo saco cuentos de un libro pasado y los inserto en otro, y encajan perfectamente bien, los retrabajo, reescribo, les agrego, les quito…». 

A Eduardo Halfon no le gusta «dejar morir» esos textos, esas palabras. Eso es algo que él tiene muy presente, el hecho de considerar que sus textos «están vivos, no están escritos sobre piedra, no están muertos al ser publicados; están vivos y los puedo seguir trabajando, los sigo trabajando, los quito, los elimino, les agrego… Es como Pierre Bonnard cuando entraba en los museos con pinturas para retocar sus propios cuadros. Es la misma idea», señala.

'Un hijo cualquiera' (Libros del Asteroide), de Eduardo Halfon.

También cabe destacar ese nexo, muy íntimo, que establece con el lector. Hay un diálogo constante, les hace partícipe. «Absolutamente, y especialmente al lector que sigue la trayectoria, al lector que lleva los diferentes libros leídos y puede hacer relaciones de algo que empezó en uno y se continuó en otro, o que corregí en otro», matiza, y al respecto añade que «hay una complicidad» con el lector que, dice, aprecia mucho, y valora mucho.

Diálogo sin fin

Hablamos de muchas otras cosas, como del manido y casi diríamos redundante concepto de autoficción –«Toda literatura es autobiográfica y toda literatura es ficción, a la misma vez. No son términos excluyentes, son incluyentes», me explicaba–, de la importancia, para él, de mezclar géneros, de la capacidad de las palabras para ordenar el mundo –y de cómo el mundo cambia cuando intentamos ordenarlo con palabras– y de cómo se dio cuenta de que no quería escribir solamente sobre o ensayar temas sobre la paternidad, sino más bien sobre la trayectoria de ser padre, la trayectoria hacia la literatura, la trayectoria hacia la escritura, la trayectoria hacia su país, su relación con su país, pero escritas como un padre, escritas por alguien que antes no era padre cambiando la óptica de todo el libro. 

La conversación prosigue, proseguirá, libro a libro, palabra a palabra. Qué alegría