Hace justo un año, el 8 de marzo de 2020, Marina López cogió su bufanda albinegra y se acercó al estadio Castalia. Jugaba el Castellón contra el Prat y ni ella ni los otros 9.905 espectadores que acudieron al partido sabían que iba a ser el último que verían en vivo, desde la grada, al menos por un largo tiempo. Si piensa en aquel día, Marina subraya dos recuerdos. Uno apela a la emoción y otro a la reflexión. «Era el día de la mujer, hubo un minuto de aplausos en Castalia y se me pusieron los pelos de punta», indica, antes de lanzar al aire una pregunta retórica. «Perdimos 1-3 y se fue mucha gente antes de que el árbitro pitara el final. ¿Si esa gente hubiera sabido que era el último partido en mucho tiempo se habría ido igualmente?».

Hace un año la pandemia del coronavirus cambió la vida de millones de personas y el fútbol no ha sido ajeno a su impacto. Ese 8 de marzo hubo fútbol en Castalia. La última vez, hasta no se sabe cuándo, de ver llenos los bares en la previa, de abrazarse en la grada para celebrar el gol, de saludar a decenas de conocidos, de intercambiar impresiones en vivo con los amigos. El fútbol volvió, pero incompleto, sin lo que le hace distinto. Un año de fútbol sin alma.

A Marina le hacía «feliz» ir al campo a ver a su equipo. El ritual y la ceremonia se han evaporado, el rito que envuelve a la pelota ha quedado aplazado. La aficionada albinegra remarca que «lo peor es la incertidumbre de no saber cuándo se volverá» y admite que no ha «desconectado» del fútbol, pero tiene «sentimientos contradictorios». «Te pones contenta cuando marca un gol tu equipo, pero triste cuando piensas cómo estaría el estadio». «El fútbol realmente es para los aficionados y estos meses me ha costado encontrarle el sentido», remarca.

«Ni me acostumbro ni quiero acostumbrarme», explica Jaume Vicent. Este aficionado orellut echa de menos cada detalle del fútbol anterior a la pandemia. Las previas con sus compañeros de peña. Llegar pronto al estadio y observar cómo se llena de gente. Las lecciones futbolísticas de Toni Roqueta, uno de sus colegas de grada. Compartir los prismáticos con su hija Balma. Las mesas de los aledaños de Castalia con las pipas tres veces más caras. Saludar a rostros cotidianos en el estadio, a los que ahora preguntaría cómo se llaman. El olor de la hierba mojada. A su hermana Lledó, que es «pura pasión». A la familia Tribó Hurtado, que se sienta unas filas detrás. Y celebrar los goles del CD Castellón, por supuesto, que ahora vive de una forma «extraña».

Jaume vive cerca de Castalia y, cuando juega el Castellón, desde su casa se escucha la música del estadio y entra por la ventana la luz de los focos. «El Pibe sigue cantando las alineaciones con pasión y cuando suena el himno, y lo escuchas en el comedor, se te pone un nudo en la garganta, en el estómago y en el alma. Es lo más duro del triste fútbol pandémico», explica. «Los goles se escuchan antes en casa que por la televisión, oyes al Pibe por la megafonía y sabes que viene el gol», añade. «No se vive igual, en la grada es otra cosa. No me he desenganchado y espero que nos salvemos, pero es una sensación muy extraña porque el fútbol es la gente y la grada y lo demás, cero», asegura.

A la afición del Castellón le tocó vivir un ascenso, además, durante este año de pandemia. «Volvemos a Segunda y va a pasar la temporada sin pisar Castalia», asume Jaume, resignado.